Benditos bancos
Imaginen por un momento que la panadería de la esquina compra la panadería de la otra esquina. Imaginen que cierran uno de los establecimientos y que la clientela de ambas panaderías se ve de algún modo obligada a comprar panes, magdalenas y otras delicias en un único local. Imaginen que pese a elaborar el doble de cantidad de productos, la dirección del negocio decide no aumentar el personal. ¿Se imaginan lo que ocurriría? Pues ocurriría cualquier cosa menos lo que ocurre en los bancos, donde las colas se magnifican, la atención empeora y sin embargo nadie abre la boca. Eso jamás pasaría en la imaginaria panadería, allí pondríamos de vuelta y media esa falta de consideración.
No soy muy amigo de los bancos, gente que hace dinero con nuestro dinero, pero tengo que reconocer que se han vuelto casi indispensables. Todo nos lleva a ellos: domiciliaciones, nóminas, préstamos
; el dinero en efectivo parece incómodo, en ocasiones casi ilegal (como me insinuó hace pocos años cierto artista mientras me atendía en Hacienda). Nuestro dinero entrando y saliendo de los bancos nos hace visibles, nos desnuda: cuánto gastamos, dónde lo gastamos, cuánto ahorramos. Son datos demasiado relevantes como para permitir que metamos el dinero debajo de una teja. De modo que el embudo nos conduce casi irremediablemente a la contratación de una cuenta de ahorro antes te pagaban por ahorrar y a aceptar unas condiciones escritas en la letra más pequeña admitida por la ley.
Todavía recuerdo el día en que tras el pago de unas comisiones más que abusivas, el empleado bancario me dijo: es que ahora funciona todo por ordenador, yo no las puedo retroceder. ¡Qué buena jugada! Los bancos siempre hacen las mejores jugadas: dificultades para cancelar una tarjeta o una cuenta, cláusulas endemoniadas escritas en un lenguaje todavía más endemoniado que te secuestran con una llave de lucha libre (hasta que afortunadamente, en ocasiones, algún tribunal tiene a bien tumbarlas sin que ello suponga el menor sonrojo para las entidades que presentan año a año sus cuentas millonarias).
Pero lo que nos atañe hoy es más cercano: la situación que vivimos en nuestra ciudad tras el cierre de unas cuantas sucursales bancarias. Y no es mi intención verter la crítica al personal que trabaja allí, que bastante tiene con soportar la sobrecarga de trabajo a la que les somete su empresa, así que es normal que el cansancio y la saturación en ocasiones merme su capacidad de atención y su talante amistoso. Mi intención es pedirles, queridas personas, que manifiesten públicamente su indignación por el bochornoso trato que recibimos por un servicio cuyo precio no ha variado: pagamos lo mismo y esperamos treinta minutos más. Y aunque solo sea por eso, y por solidaridad con el personal que allí trabaja, el asunto merece una hoja de reclamación, para ver si así se enteran de que sí que nos fastidia, de que lo que ahorran y ganan allí arriba lo perdemos aquí abajo en tiempo, salud y seguramente dinero.