El Diván de Juan José Torres

Benedicto XVI no es mi padre

Imagínense ustedes que pertenecen a una familia normal, con abuelos, sobrinos, cuñados e hijos, pero sin creer en el más allá porque ninguno de los que se fueron ha vuelto para contarlo y decirnos que existe. Ustedes, como yo, enseñamos como sabemos y podemos, pues no existe una universidad de padres que califique las buenas intenciones. Pero cualquiera sabe discernir entre el bien y el mal, o lo intuye, y educamos bajo los parámetros de lo que creemos que es bueno y disuadimos respecto a lo que puede ser perjudicial. Por tanto los que no tenemos fe también valoramos el respeto y la generosidad, menospreciando el engaño y la maldad.
Si su familia es como la mía no debemos juzgar a nadie salvo que nos invadan la intimidad y nuestras buenas costumbres. Sabemos que hacer el bien no es sólo cuestión de honor, se benefician los demás. Sospechamos que si hacemos daño, con intencionalidad, estamos sembrando rencores y sufrimientos. Entrevemos que la tolerancia es necesaria y que el rechazo es discriminatorio. Somos conscientes de que podemos ser buenas personas o seres desdeñables. Sin embargo si ustedes tienen dignidad y honradez sabrán siempre comportarse, aunque en nada crean. Serán laicos y buenas gentes, tendiendo manos y abrazando incluso a quienes nos desazonaron, porque conocemos también el don del perdón.

Sin embargo Benedicto XVI, desde que fue entronado como Papa y canonizado antes de tiempo, está convencido de que son ellos, los de su Iglesia, quienes tienen la verdad y los demás estamos en el otro bando, casi como mutantes enemigos. No creo que los laicos seamos contrarios de nadie, pues respetamos y queremos vivir en paz; pero el Santo Padre dice que somos un peligro, que nuestro radicalismo le recuerda al anticlericalismo de los años treinta y que España encabeza la rebelión anticatólica. La familia tradicional, con la mujer en casa, es la mejor opción para la virtud cristiana y los que somos aconfesionales estamos fuera de su Ley Divina.

Yo aprecio a mucha gente amiga por su honestidad, sinceridad y generosidad. Muchas de ellas son cristianas y otras laicas. Porque yo no etiqueto al personal por sus creencias, sino por sus actos. También detesto a laicos de mala fe y a cristianos que son más falsos que Judas. Por tanto dividir, como intenta el Santo Padre, a la sociedad en católicos o laicos me parece enfermizo. Más ridículo me resulta premiar a los suyos como los buenos y discriminar a los laicos como los malos. Sería más simple reducir la polémica en personas limpias, nobles y buenas frente a otras: malas sombras, desdeñosas y con mala baba.

Las creencias son tan íntimas que no son aquí determinantes, porque el pensar que el creyente es superior en bondad a quien no lo es no se sostiene con los hechos. Que los católicos vayan a su cielo cuando les toque; las buenas personas, dentro del laicismo, polvo igualmente seremos. Yo no espero nada, ni premios ni loterías ni paraísos ni edenes. Mi obligación es comportarme sin esperar nada a cambio, no ser mejor por un incentivo. Si luego existe ese Dios, estupendo; pero no ha de condicionarme en los actos de mi vida. Ya soy mayor de edad, me educaron sin perder de vista el respeto y me entristecería ofender a alguien.

Comparto la opinión de Félix de Azúa cuando manifiesta que “el ser humano es el único animal que tiene conciencia de su propia muerte. Y antes de morir del todo crea la inmortalidad”. Allá cada cual con sus creencias. Tan distinguido es quien las tiene como tan épico y digno quien no las acepte. Pero fomentar ahora, tan vaticanamente, un antilaicismo tan brutal me parece peligroso y hasta sospechoso. No siendo suficiente con la separación Iglesia-Estado, quieren legislar, más aún, gobernar. No me esperen para su causa. Por cierto, yo ya tengo padre y más bueno que la hostia.

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