Bitácora vacacional
Vacaciones. Período de tiempo casi necesario, casi obligatorio, casi merecido. Tiempo liberado de las servidumbres alimenticias a las que dedicamos un tercio de nuestras horas. Vacaciones. Días que no suman ni para acabar con una enfermedad de cierta seriedad. Mi familia este año ha decidido partirlas: una semana en agosto (cinco días laborales) y otra después de la obligatoria de septiembre. Éste es el retrato de nuestra primera semana, nuestros cinco días, esa especie de puente largo.
Nuestra aventura comienza un día del mes de agosto entre advertencias de lluvias y de explosiones que cada día causan menos miedo o un miedo diferente, más valiente. Las vacaciones, que comienzan viernes según algunas opiniones, para nuestra familia comienzan lunes, que es el día que no voy a trabajar. Aún así salimos de la ciudad domingo con rumbo Este, hacia Alicante (esa hermana mayor que nos ignora del mismo modo que Valencia a ella). La tarde del día sin planeta decidimos pasarla en la playa. Fuimos hacia la costa norte de Elche, los famosos Arenales, aunque no se trató de una decisión acordada, más bien llegamos hasta allí por el marcaje de la carretera europea trazada a espaldas de las playas, sumada a la confusión propia del ser que huele la libertad. Buscamos aparcamiento. Buscamos aparcamiento. Buscamos aparcamiento.
Aparcamos y nos fuimos hacia la playa. Quizás fue la urgencia por pisar la arena, o quizás la de sacarme de encima todos aquellos bultos que me transforman en Papá-Donkey, el caso es que acabamos en tal vez una de las peores ubicaciones levantinas. Tomamos una de aquellas calles cercanas al 9% de pendiente y avanzamos hacia el mar sin mirar atrás y, sobre todo, sin pensar que al anochecer tendríamos que regresar al coche, y en un tris estábamos al amparo de una breve sombrilla descansando sobre las toallas extendidas.
Tras un heroico impulso por meterme en el agua comprendí porqué la señora de al lado obligaba a su marido a filtrar con la Brita el agua con que llenaba la mini piscina de la niña. Aquello era una ciénaga y para colmo la ondeante tela roja no aconsejaba avanzar hacia el horizonte, donde el agua se veía limpia y brillante. De vuelta a la arena y con don S. ya despierto nos dimos una pringosa friega de protector solar y jugamos con la pala y el cubo. Llegaba ya el momento mágico, ese en que la playa deja de ser un espacio de uso común y pasa a ser de uso casi exclusivo de veraneantes y demás seres libres de la puntualidad matinal del lunes.
Una bella cualidad de contemplar la puesta de sol en la playa durante las vacaciones (sobre todo si es domingo) es ver cómo a nuestro alrededor se cierran las sombrillas, la arena se libera de toallas y el mar se riza sin obstáculos; y, disculpen la crueldad, sentir cómo cuerpos de todas las formas y colores desaparecen encorvados a nuestra espalda, cargados de bultos playeros y cargados sobre todo con el futuro próximo: la llegada a casa y el sonido del despertador al día siguiente. Tampoco pude disfrutar de ese placer. ¿Por qué? Porque la sombra de los edificios situados a nuestra espalda nos cubrieron de sombra al atardecer, borrando los anaranjados e inofensivos rayos solares y obligándonos también a abandonar la arena.
No fue mejor el día siguiente, destino: Playa Lisa (Santa Pola). Planto las sombrillas. En la tela rayada luce el logotipo de una conocida marca bancaria. El viento golpea fuerte pero sin molestar. Aún así la sombrilla se tambalea, se dobla y al fin sale volando, golpeando la arena, hasta detenerse en un riachuelo sin conservar ninguna de las características que la hacen ser útil.
Llego corriendo a su lado. La recojo tras examinar los desperfectos. Vuelvo hasta nuestros metros de arena conquistados sin poder evitar establecer una relación entre lo ocurrido con la sombrilla con lo que ha ido viviendo el negocio bancario a lo largo del año. No ha tenido tanta suerte la sombrilla: ningún gobierno estaba allí para protegerla del descalabro. Por cierto, a unos metros de nuestra parcela escucho un curioso diálogo protagonizado por dos señoras catalanas que aparentan amistades de veraneo. La pareja del hombre del bigote dice de pronto que se está cansando ya de ver tanta gaviota, a lo que después de un breve silencio responde la señora de la pamela amarilla que a ella le pasa lo mismo cuando compra un libro para su marido el día de San Jordi.
Me meto al agua. Buceo. El mar. Buceo. Subo a la superficie. Salir del mar. Salir de un sueño. Mi cabeza emerge del agua y me parece despertar en el centro de un circuito de Formula 1. El bramido de las motos acuáticas borra el siseo de las olas. Nos marchamos a comer. Recojo nuestra basura. Siempre recojo cuatro o cinco colillas más. Pero hoy recojo seis, doce la playa parece uno de esos maceteros llenos de arena que sirven de cenicero. Me dejan sin argumentos frente a gente como la Salgado. Es difícil frenar ese Apartheid planeado contra fumadores y fumadoras si no somos capaces siquiera de mostrar educación y civismo.
Por lo demás todo ha ido caro, quiero decir bien. Otra cosa es que quiera recordarlo, o pueda recordarlo, o incluso que quiera contarlo. Sea como sea, la semana que viene lo veremos.