Vida de perros

Bitácora vacacional 2

Son tantos los correos recibidos, las atenciones que nos han sido dedicadas en persona, en plena calle tras la escritura de nuestra Bitácora Vacacional que nos hemos visto obligados a recuperar la aventura, no para mostrar más penurias, propias por otro lado de cualquier veraneante, sino para mirar atrás con cariño y ternura, tal y como nos enseña nuestro compañero Mateo Marco: descubrir la magia y la belleza de todos esos momentos por los que hemos agradecer haber transitado.
Tendríamos que nombrar entonces a la tía Encarnita, que nos acogió en su piso de Benalúa, y a sus amigas Virtu, Pilar y Antonia, con quienes compartimos algunos momentos de nuestras vacaciones. De igual importancia sería nombrar al tío Pascual y su mujer la tía Encarnita, propietarios de esa casita en Santa Pola donde tan bien se nos dio de comer y de cenar. También el ex-Presidente del Club de Jazz de las Mil Pesetas (para mí Presidente siempre, al modo americano) es de obligada cita. Y su Mari Cruz y su Elia. En su apartamento nos salvamos de la arena incandescente y llenamos nuestros estómagos con arroz a banda y otras viandas y licores. A todas estas personas, amigas todas, por su compañía y su generosidad, y a la ciudad de Alicante por aquellos atardeceres, aquellas playas, aquellos parques, calles, comercios, restaurantes y bares…

Al hilo de esto último, recuerdo una noche que don S. dormía en su carro y que aprovechamos para tomar una copa. Fuimos a la calle Castaños, inspiradora para Inma, y buscamos la terraza de una coctelería cuya preparación del Dry-Martini me había sorprendido anteriormente. Estaba cerrada. Tomamos una copa en la terraza del local vecino. Revoloteando por las terrazas había un joven con los pies descalzos. Algo en él mantenía alerta al personal de los locales y a las mesas vecinas. De pronto dos camareros corrieron detrás de él. El joven agarró una botella vacía de una mesa, la rompió golpeándola contra el suelo y se encaró a sus perseguidores. El aire se comprimió en toda la calle. Silencio. Yo me levanté de mi silla situándome delante del carrito de don S., a tres metros del joven. “Hay un niño durmiendo en el carro”, creo que dije. Suficiente para descomponer aquel triángulo de tensión del que el joven huyó calle abajo. Entonces el aire se expandió, se relajó desde aquel punto hacia arriba, hacia el Teatro Principal, hacia abajo, hacia la Explanada. Dos parejas alemanas salieron del local donde se habían refugiado y volvieron a su mesa junto a la nuestra. Asustados y divertidas, todavía con la tensión que nos invade cuando olemos peligro cerca, una de las chicas, rubios cabellos y piel rojiza como para hacer valer todos los tópicos, preguntaba acerca de lo ocurrido.

El dueño de la terraza donde se había sustraído la improvisada arma recogía el resto de potenciales de las mesas. Luego entró a su negocio diciendo: “Así se vende Alicante. Así es cómo vendemos la ciudad. Así vendemos Alicante”. Más tarde salió para excusarse con clientes y clientas por el altercado.

Tras disculparse en nuestra mesa con un característico tono de voz, quizás demasiado agudo y armónico para su físico, comentó que el joven pies negros había pasado toda la tarde en aquella calle, increpaba a quienes pasaban o se sentaban, pedía dinero y tabaco. La voz aflautada detalló con rápidas pinceladas más de ocho horas de pequeños altercados entre el joven y los negocios. Descubrimos que los dos jóvenes perseguidores eran los camareros del bar de arriba, el que más había sufrido el acoso del moscón.

“Pero si el cuartel de la Policía Nacional está a sólo tres calles”, dije. “Estamos toda la tarde llamando a la policía. Pero no quieren saber nada. No hay delito. Así se vende Alicante”. La situación me recordó a la que en Villena viven algunos de nuestros negocios (Di Trevi, Colosseo, comercios de la Plaza de las Malvas) con personajes que también se amparan en los pliegues de la autoridad policial y la Ley. Amparo que no disculpa el malestar y las situaciones de peligro que crean con su insistente e irremediable actitud.

Pero volvamos a los entrañables momentos, al agradecimiento. Y entonces debo nombrar a Juan, quien nos facilitó el vehículo que hizo posible nuestras vacaciones. Tengo que decir que, pese a sus advertencias, una tarde al subir al coche para visitar el Palmeral nos encontramos con la batería descargada. Nos acordamos que a doscientos metros de allí, siguiendo la calle Agatangelo hacia Aguilera Av., había un taller mecánico. Allí fuimos. Al explicar nuestro problema al propietario de asqueados y desapacibles bigote y ojos, éste nos reprendió, nos enumeró la cantidad de tiempo que perdía cargando baterías de coches de gente descuidada, nos bañó en quejas y lamentaciones y luego, tras largos minutos, nos dijo que el coste era de diez euros. Dijimos que no amablemente. Pensamos que si era un servicio por el que él cobraba, por el que pagábamos, no teníamos porqué aguantar toda esa murga: el que paga manda y sólo si el servicio era gratuito tenía derecho a darnos la chapa a cambio. Sentimos no haberle mandado a la mierda: diez euros por diez minutos son más que suficientes para que cualquiera se trague su mierda.

Descubro con estas líneas, querido Mateo, mi incompetencia para atrapar como tú la belleza, el agradecimiento, la bondad, para crear bellos recuerdos. No sé si será que me falta sensibilidad o que siempre descubro un mundo con demasiada mierda.

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