Vida de perros

Bitácora vacacional (3ª y final, desgraciadamente)

Pues sí, así ha sido: la combinación de astros ha consentido que mi familia pudiera vivir una nueva aventura veraniega. Tal y como anuncié en la primera entrega de esta Bitácora, todo se dispuso para que emprendiéramos nuestro viaje el once de septiembre (primer día del nuevo año villenero según oscuros y desconocidos festerólogos que afirman que en el principio se crearon las comparsas, siguieron las presentaciones de madrinas y al fin se crearon uno tras otro los cinco días de las fiestas; entonces el día 10 se descansó; poco se sabe sobre la aparición de los concursos de gachamiga, pese a que por la gracia de ASHOVI nuestras mayores figuras podrán competir el próximo fin de semana en la Categoría de Honor durante la Feria del Campo).
Pero no vayan a creer, queridas personas, que el disfrute de estas vacaciones en septiembre ha sido gratuita. Antes de que llegara el ansiado día 11, mi familia ha tenido que reunir algún capital aprovechando las vacaciones obligatorias de septiembre, o sea, que hemos trabajado durante las Fiestas Matronales. Así, reprimiendo impulsos ante la llamada a la diáspora, extranjeros en propia tierra, hemos compartido con el resto de la ciudad el transcurso de unos días que nos resultaban desconocidos: hemos conocido el asalto de nuestras calles por tribunas y grúas montadoras de arcos luminosos, hemos sufrido las fatigosas toses de los arcabuces, los insospechados desvíos del tráfico, la despiadada colonización de nuestras aceras por peñas particulares.

Igual hemos vivido otras muchas eventualidades sobre las que podremos estar en mayor o menor desacuerdo (como el reincidente despilfarro hábilmente camuflado de un espectáculo taurino cuyo coste supera con creces, según mis cálculos, la suma del presupuesto destinado al efecto con la cifra resultante de las entradas vendidas). Compartimos con el resto de la ciudad el exiguo espectáculo de inicio de la celebración, fuegos artificiales. Exhibición sacada adelante tan de “aquella forma” tras el debate entre las partes en disputa que olvidaron los daños colaterales; las damnificadas: la empresa obligada a cumplir con el compromiso y las miles de parejas de ojos dirigidos al cielo en busca de ese “algo” que ni se realiza ni se muestra con verdadero sentido.

No puedo decir mucho del resto de actos de la Fiesta. Que me atreví con el desfile de Nuevos Cargos y ya envalentonado (y vendido por circunstancias ajenas a mi agenda) afronté el desfile de la Entrada casi en su totalidad. Pero eso es otra historia y si bien les puedo asegurar que no acudí ni a ver entrar ni a ver salir las más de tres toneladas de carne viva (antes), muerta (luego), tengo que recordarme y recordarles que de lo que he venido a hablar aquí es de mis vacaciones.

Si los coches cuentan los años como los perros o los gatos, diría que nuestro Astra se deslizaba en dirección Sur como un mastodonte octogenario sobre el asfalto. Y aunque soy un completo ignorante en cuanto a lo que a Andalucía se refiere, es cierto que unas veces por trabajo, otras por estudios y otras por sumisión a la decisión de la mayoría, en más de cuatro ocasiones me he visto en sus tierras. En esta ocasión veía como el viejo Astra dejaba atrás la Murcia de mis amores para adentrarse entre montañas que se habían sabido buscar un hueco entre los paisajes del western y entre mares de plástico capaces de insuflar vida a aquellas castigadas tierras.

Tras ellos estaba nuestro destino: Mojácar. Un conjunto de blancas construcciones cobijadas entre las montañas. En realidad la dirección de la agencia nos condujo a un complejo hotelero que aunque estaba más cercano a las playas carecía de cualquier identidad y/o vida “real”. De Mojácar pueblo tendríamos algunas cosas que destacar: la belleza de sus calles, sus edificaciones, su gusto por el detalle, la decoración y la ambientación, su aire bohemio y embriagador; pero también su descarada intencionalidad turística: precios en hostelería y “complementos” –el fatigoso índalo–, así como otros detalles que está feo nombrar en un relato turístico.

De Mojácar playas destacaría la suavidad con que el mar lame la arena –más bien las redondeadas y brillantes piedrecillas de todos los colores– y sus aguas cristalinas, limpias de “vegetales”. En la zona, gracias al gusto de Inma por el lounge, saboreamos con gusto varios atardeceres al ritmo de las pintas y del refrescante sonido chillout a bordo del Maui o del impresionante Mandala –locales que no termino de averiguar si también serán pasto del plan anti-chiringuito del Gobierno–.

En cuanto a nuestras incursiones por la zona encuentro breves anotaciones en mi diario: una sobre las instalaciones de juegos infantiles en un parque de Garrucha, apunto que el parque es creativo, divertido y diverso, veo que no es tan difícil (ni costoso económicamente) proyectar una zona similar y abro un interrogante sobre la posibilidad de tener algo igual en Villena, y cuándo y dónde. Las Negras se resuelve en un desplazamiento confuso y excesivamente largo. El cielo no acompaña: no llueve pero las nubes cubren el sol y el viento de Almería no perdona. Una vez allí no nos molestamos en explorar demasiado. Llamo a Jero y nos encamina rápidamente hacia San José, playas de Monsul y Genoveses. Nos quedamos en esta última. Es contundente, llena el alma, pero el clima sigue jugando en contra. Volvemos a casa. A aquella casa nuestra. Comemos en el Candilejas del pueblo y bajamos a tomar una copa al Mandala de la playa.

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