El Volapié

Camino a Santiago

Tuvimos la suerte de llegar, marcharnos y disfrutar de Santiago de Compostela antes de que sucediese la desgracia que ha sucedido, la que nos ha dejado helados a todos. Incluso ha dejado helados a quienes nos venían informando sobre los casos Bárcenas, ERE`s y Urdangarín, que iban sobre los presuntos delitos de financiación ilegal del Partido Popular, de presuntos delitos contra la Hacienda Pública de algunos de sus dirigentes, de presuntos delitos de falsedad y apropiación indebida de algunos altos cargos de socialistas andaluces y sobre las presuntas fechorías del yerno de Su Majestad con las presuntas participaciones de varios miembros de la Real Familia.
También han quedado congelados los tejemanejes relacionados con la corrida del día 7 de septiembre, en este caso tan sólo debido a que se abrió el plazo para la presentación de concursantes al pliego, la cual finalizará la semana que viene y volverá a moverse pieza.

Llegamos a Santiago procedentes de Sarriá, que por lo visto es el camino de iniciación, el de los novatos y el de los que caminan acompañados por un hijo pequeño, aunque desde el primer paso Álvaro mostró su verdadera casta, su par de pelotas, y fue capaz de acabar hasta con la primera mariscada de su vida al mismo ritmo.

Desde nuestro primer albergue –el Convento de la Magdalena– hasta La Casa de La Troya, el Camino de Santiago nos fue regalando un número continuo de rincones, detalles, personas y lugares que como peregrinos nunca podremos olvidar.

Entre todos ellos, mi hijo y yo nos quedamos especialmente con esas piedras que pusimos en los mojones, con las conchas amarillas con flechas que nos guiaban, con esos riachuelos que cruzamos sobre un puente o a través de cuatro piedras, con la belleza del Miño a la entrada de Portomarín, con las cuestas arriba y las cuestas abajo, con los ronquidos de otros, la guapa Ana y su interesante madre, con Alberto y Chema, con Manolo, Fran y Jaime de la misma Sevilla,con aquellos cementerios a pie de parroquia, con los platos de pulpo como premio tras cada etapa, lo mismo tortilla de patatas, zorza y laxo, vino turbio y agua fresca, las manzanas y las naranjas con que los vecinos nos obsequiaban, los pies dentro del abrevadero, el masaje en la corva con Flogoprofén que me aplicó una simpática mujer de Cuenca al verme cojear, el abrazo al Apóstol y el abrazo del padre y del hijo.

No hay un solo Camino, cada persona es el Camino y es uno mismo quien va dentro de la mochila y se queda con ganas de más al asomarse a la Plaza del Obradoiro, con ganas de volver cuanto antes. Al año que viene Álvaro quiere que lo intentemos desde Portugal y así será si Dios quiere.Cada Camino es único y cada detalle incomparable con los demás, excepto el Cristo de Furelos, un Jesús crucificado que tiende la mano al peregrino y que me reconfortó con tanta ternura que resulta imposible de olvidar.

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