Campeones del Mundo y la apatía crónica
Por fin se consiguió esa proeza deportiva, histórica y tan soñada por tantas generaciones distintas. Nuestra España, ya antes, había sido campeona mundial en otras disciplinas pero nunca en el denominado deporte rey, donde siempre caía en el primer o segundo golpe. Y como un aficionado más me fui entregando a ese placer, casi masoquista, de ganar un partido y desafiar al siguiente, soportando juego leñero y subterráneo y arbitrajes calamitosos. Al final se evitó la tanda de penaltis, siempre injusta y dolorosamente amenazante para corazones frágiles. Se conquistó por fin la gloria de la cúspide y el reconocimiento de escépticos.
Cundió la emoción al desfilar por las calles toda clase de gentes, con distinta condición social y asignación ideológica. El cántico Soy español, español reivindicaba el amor a un país socialmente apátrida y el deseo espontáneo de que el símbolo nacional y su bandera no es propiedad ni exclusivo de grupos políticamente interesados y manipuladores. Disfrutaron con el éxito ricos y pobres, de derechas y de izquierdas, creyentes y agnósticos, gallegos, vascos, catalanes y canarios. El himno sin letra, el único del mundial, hermanó por primera vez a todos e hizo renacer un abrazo común obviando etiquetas y viejas heridas.
Por un momento pensé que si todos los que vistieron la roja fueran rojos este país sería otro. Y no me refiero a la mentalidad ideológica sino a esa conducta rebelde que lo cuestiona todo y pelea contra los poderes que implantan injusticias. Porque este columnista adora el fútbol y admito ser seguidor incondicional de la selección, pero me produce náuseas el premio de seiscientos mil euros por cabeza por conquistar un título. Porque hay que ganar por motivación deportiva, nunca por suplementos o maletines. Bastantes ganancias tienen ya nuestras figuras como para encumbrarlas en pedestales de oro, además de la fama, con la crisis que cae.
Y si las victorias nos invitan a tomar la calle para celebrar alegrías, tomar unas copas de más y desinhibirnos de nuestras propias miserias, si los éxitos de los futbolistas nos seducen, nos soliviantan el sueño y brincamos fraternalmente bajo un grito y una bandera ¿por qué no hacemos lo mismo cuando nos insultan, nos toman el pelo, nos asaltan y nos extorsionan? Deberíamos entonces salir a la calle y protestar con aireada indignación, hacer patente la inquietud y la desaprobación, clamar justicias y pedir sensatez. Pero no. La adrenalina futbolera la soltamos unas noches y ya no quedan energías para combatir la dura, triste y cruel realidad.
Si nos suben la luz nos quejamos en silencio, si nos alzan el IVA protestamos con la boca pequeña, si nos congelan el sueldo protestamos en petit comité, si nos bajan el salario insultamos frente al espejo, si nos despiden maldecimos, si nos joroban nos jodemos, si la compra es más cara nos enfadamos y punto en boca. Si olemos a mierda nos tapamos la nariz, si no nos gustan las cosas nos vendamos los ojos y si nos desagrada lo que oímos nos cubrimos las orejas. A las reuniones de vecinos van dos y a las asociaciones vecinales otros dos. ¿Para qué más? Luego vendrán los disgustos, las alegaciones, los cabreos y las blasfemias.
Pero ganó España y eso basta. Somos los mejores y es suficiente. Tenemos las banderas y las camisetas lavadas, planchadas y guardadas hasta la próxima. Miraremos con fervor las fotos de la selección ganadora y campeona, bien enmarcadas y cuidadosamente colgadas. Rezaremos para que del podio más alto tardemos años en bajar y, sin embargo, seguiremos inmersos en la ordinariez y la ignorancia. Pasan tantas cosas delante de nosotros que humillan, condicionan e indignan que no serán motivo, nunca jamás, de concentraciones callejeras, porque el personal sólo se moviliza por cuestiones importantes. Ganó España y sigamos felices mientras duren las cataratas en nuestras retinas.