Ya les conté en cierta ocasión, al hilo de las reflexiones que el escritor argentino dedicó a la obra del poeta John Keats, mi visita a la llamada “Biblioteca Cortázar” que se conserva en las instalaciones de la Fundación Juan March en Madrid. Una visita aquella promovida por una mitomanía y un fetichismo que, a propósito de la figura de Julio Cortázar, comparto con alguien que en principio hizo lo mismo que yo y por razones bastante parecidas... Si bien él no se limitó a hojear algunos volúmenes muy contados tal y como hice yo, sino que acabó analizando con mayor detalle el grueso de dicha biblioteca -que excede con creces los cuatro mil volúmenes- y hasta acabó escribiendo un libro sobre ello.
Ese alguien es Jesús Marchamalo, escritor en cuya producción podemos detectar dos intereses particulares a los que vuelve de tanto en tanto: Julio Cortázar y los libros. A modo de ejemplos que ya les recomendé en su momento, recordemos que al primero le dedicó un espléndido cómic biográfico que dibujó Marc Torices; y en cuanto a los segundos, eso que podríamos llamar metalibros, el más reciente sería Tocar los libros. Por lo tanto, era de lo más lógico que tarde o temprano ambas filias se uniesen en una sola creación, como la titulada precisamente Cortázar y los libros; un ensayo que la editorial Cátedra recupera ahora en una nueva edición y donde el escritor madrileño nos presenta al Julio Cortázar lector, el que leía a sus colegas (coetáneos o no) mientras tomaba anotaciones en los márgenes mediante las que discutía de tú a tú con aquellos en riguroso diferido.
Leyendo Cortázar y los libros, los lectores privilegiados nos acercamos a la biblioteca que el autor de Los premios dejó en su casa de la rue Martel de París tras su muerte, y que su viuda Aurora Bernárdez legó a la Fundación Juan March. Y descubriremos que pese a la amistad que le unía a Mario Vargas Llosa, no tenía demasiados libros del autor de La ciudad y los perros. Lo mismo ocurre con el otro pope del boom latinoamericano, Gabriel García Márquez, del que conservaba muy pocos títulos y de los que ninguno era, oh sorpresa, Cien años de soledad. Muy distinto fue el caso de sus grandes amigos Octavio Paz y Carlos Fuentes, a los que leyó tanto como trató personalmente; o el de su admirado José Lezama Lima, con el que mantuvo una larga y fructífera correspondencia y con el que intercambió Rayuela por Paradiso (vaya dos cimas no ya de las letras hispanas, sino de la narrativa postmoderna y experimental del siglo XX en cualquier idioma conocido o incluso desconocido). Por supuesto, también podremos contemplar multitud de dedicatorias, de las cuales muchas se reproducen en estas páginas; dedicatorias de las que la mayor parte son, por supuesto, auténticas, salvo -como mínimo- dos falsas: la (imposible) de Thomas de Quincey, y la de un Jean Cocteau escritor y cineasta que con un ejemplar de Opio (dedicado por algún amigo, o incluso por el propio Cortázar, a modo de broma) le introdujo en la fascinación por el séptimo arte a través de El acorazado Potemkin y el cine de Luis Buñuel.
Precisamente a la relación del autor de Las armas secretas con el audiovisual está dedicado Cortázar y el cine, un volumen en el que Jordi Puigdomènech repasa dicho vínculo tanto en su vertiente activa como pasiva. Esto es: en su interior se da cuenta en primer lugar de la cinefilia de un Cortázar que admira el cine del citado Buñuel y el de otros cineastas que también empezaron su carrera en la etapa del cine mudo (caso de John Ford, Fritz Lang o Carl T. Dreyer); tanto como el de contemporáneos suyos a cuya obra se acerca con curiosidad: principalmente epítomes del considerado cine europeo de autor como Fellini, Bergman, el primer Polanski, el temprano Bertolucci o nuestro Gonzalo Suárez (al que trató en persona en repetidas ocasiones), pero también a realizadores veteranos que siguen todavía en activo como Paul Verhoeven o Woody Allen.
Después de fijarse en cómo Cortázar ve el cine, el autor se fija en cómo el cine ha visto a Cortázar: el recorrido parte del cine de Manuel Antín (precursor en esto de adaptar sus relatos, y reincidente hasta en tres ocasiones) hasta llegar a producciones más recientes (y poco vistas por aquí) como La noche boca arriba o Historias de cronopios y de famas; pasando por títulos tan emblemáticos (y libérrimos) de la historia del cine como el Blow-Up de Antonioni (según el cuento, aparentemente inadaptable, “Las babas del diablo”) o Weekend del recientemente desaparecido Jean-Luc Godard (inspirado, o así, en “La autopista del Sur”); así como Mentiras piadosas de Diego Sabanés, a la sazón responsable del prólogo.
Para terminar, Cortázar y el cine se cierra, además de con una entrevista con su tocayo el realizador Julio Ludueña, con una retahíla de breves ensayos sobre películas que de una forma u otra pueden entenderse como aproximaciones a la estética cortazariana: algunas tan obvias como La conversación de Francis Ford Coppola o Impacto de Brian De Palma (no en vano nacen de la citada Blow-Up), o incluso Bird de Clint Eastwood (que evoca al magistral relato “El perseguidor”, Charlie Parker mediante); otras bastante más peregrinas como mi adorada Mulholland Drive (a modo de representación del cine de David Lynch, tan abierto a interpretaciones varias como los cuentos del autor de Bestiario). Pero independientemente de que se esté de acuerdo o no con sus aseveraciones, el presente se me antoja un libro de lectura fundamental para los admiradores del legado de Julio Cortázar; lo mismo que el librito, pequeño en tamaño pero grande en capacidad de evocación, que firma Jesús Marchamalo. Ahora solo queda que algún especialista se decida a escribir Cortázar y la música, o más específicamente Cortázar y el jazz, para tener la trilogía al completo.
Cortázar y los libros y Cortázar y el cine. Escribir en imágenes están editados por Cátedra y JC respectivamente.