De recuerdos y lunas

Cristeros

Hay quien sólo ve cristeros en quienes nos identificamos con las cosas de Cristo. Sea principalmente la cruz. Esa cruz que peligra en las escuelas en las que esté, esa cruz como la que en Orihuela, en su sierra, corona la Muela y que es meta popular de excursión dominguera, familiar y amiga. Nada más lejos de nuestra voluntad ser cristeros. Porque igual que León Felipe, poeta, muchos de los que defendemos al Cristo defendemos al Cristo como universo humano para nuestra anhelada perfección. Unos desde la fe en Dios y en el Hombre. Otros desde la fe en el Hombre.

"Y el Cristo no es el Rey, como quieren los cristeros / y los católicos políticos y tramposos... / El Cristo es el Hombre... / la sangre del Hombre... / de cualquier Hombre."

Aquí nuestro dolor cuando vemos que se desdeña lo cristiano o se le insulta. Porque lo cristiano debe unirnos más que separarnos. Que algunos luego vayamos a misa porque nos sentimos fieles de una fe que necesitamos compartir y en esa fe tenemos al Cristo como referente, no ha de apartar a otros que por otros caminos se acercan a él. Que nuestras contradicciones e hipocresías de malos católicos –"católicos políticos y tramposos..."– no aparten a nadie del Cristo. Que nuestro ser fariseo no aleje de la bondad del Evangelio a quienes no creen en el Evangelio.

Cuando leímos "El mundo de Sofía" nos agradó que Jostein Gaarder prestara atención en algunas páginas a Jesús; presentándolo, sí, como otro más de los que se habían proclamado y se proclamarían en la época como Mesías, pero atrayéndole el discurso original de salvación universal, incluso para los pecadores; destacando su mensaje del Reino de Dios basado en el amor al prójimo, la preocupación por los débiles y los pobres. Un Jesús que demostró en su vida coherencia con lo que dijo por no rechazar a ninguna persona; fuera prostituta, fuera usurero, fuera enemigo, fuera lo que fuera. Que la lectura de Gaarder satisfaga –o no– nuestras exigencias teológicas que quieren ser dentro de la ortodoxia católica es lo de menos ahora, porque lo que nos importa defender ahora es que, al margen de determinados dogmas, sea apreciada la figura de Jesús, cuyo símbolo más significativo es la cruz. Esa cruz que, pública, peligra en algunos sitios públicos.

Los que defendemos al Cristo no pretendemos inculcar nuestro Cristo porque somos conscientes que el Cristo es mucho más que nosotros. Que nosotros queremos llegar a Él pero Él se nos escapa porque no es exclusivo nuestro. Por esto nos duele que ni siquiera alguna cosa del Cristo sirva para salvar su símbolo que nos identifica con un anhelo universal de amor al otro, de entrega total a los otros. Un símbolo que por los siglos de los siglos hemos visto y vemos en las cruces de caminos, como bendiciendo a los viajeros contra peligros del viaje. Protegiéndolos. Un símbolo que hemos visto en entradas de muchas poblaciones como mojón para la hospitalidad y calor de un hogar. Un símbolo que con la mano, persignándose, algunos hacen al levantarse amaneciendo el día y al acostarse extendiéndose la noche. O cuando salen de sus casas a enfrentarse con lo que nos trae una jornada. O al iniciar un viaje por esas carreteras de Dios. Como conjura contra todo mal. Un símbolo sencillo –"En el nombre del Padre, del Hijo –que es el Cristo de la cruz– y del Espíritu Santo"...– Un símbolo que no tendría razón para molestar a nadie que vea en él lo sencillo de un mensaje sencillo. Mensaje de entrega. Hasta la muerte.

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