Apaga y vámonos

Crónicas (ya escritas) del jet-lag

Dos aspirinas. O tres. Una ducha de agua bien fría. Carga la batería del móvil, ajusta la hora. Encuentra algo de ropa limpia –si puedes– y sal cagando leches, que te las tienes que ingeniar para llenar 32 páginas y no sabes ni por dónde empezar. Martes, doce de septiembre aquí, en el sitio de donde vengo igual aún es 11. ¿O quizá sea 13? No sé ni donde estoy. Quiero morirme.
Aún retumba en mi cabeza el horrible pitido en los oídos provocado por la presión, o la descompresión, o como coño se llame eso que pasa en los aviones y que a unos nos sienta peor que a otros. Miras hacia atrás y sólo ves tranquilidad, agua y arena, lectura, horas y horas sin tener ninguna otra obligación que descansar y disfrutar… Miras hacia delante y te encuentras de frente el caos, el estrés y la ansiedad, primero entre el insufrible bullicio de la T-4, ese hormiguero moderno, y después conduciendo junto a miles de desconocidos que apenas regresados de las vacaciones llevan ya hinchada la vena de la frente y los ojos inyectados en sangre. Pero, por duro que parezca, en realidad eso no es nada. Olvídate, Aure, de una suave vuelta a la realidad, de un ir incorporándote poco a poco. De repente, todo. Con prisas. Sin recursos. Sin ganas. Sin fuerzas. Sin saber por dónde empezar ni cuántas horas te va a tocar trasnochar para poder cumplir fielmente con compañeros, clientes y lectores, aunque lo más seguro es que no te entre el sueño cuando debe, que ya no sabes ni cuándo es, sino que te limitas a ir medio zumbado no se sabe cuántos días hasta que al final encuentras y le ajustas las cuentas al sinvergüenza que te robó el reloj… biológico.

El único consuelo que te queda es pensar en lo que has disfrutado y recordar la última vez que te quedaste en Villena en fiestas, porque al fin y al cabo sabes que muchos de tus vecinos, de un modo u otro, han experimentado algo parecido el lunes, o el martes los más afortunados. También están cansados y con el estómago del revés. Tampoco tienen fuerzas para levantarse de la cama ni ganas de volver a ser los curritos de siempre, insignificantes humanoides a los que nos deberían prohibir las vacaciones, ese azucarillo que nos ponen delante para que muy de vez en cuando seamos capaces de experimentar cómo viven aquellos que se aprovechan de todos nosotros. Se mira pero no se toca, pequeños, que esto no se ha inventado para vosotros.

A pesar de tan sombríos pensamientos me vengo arriba y consigo encontrar un hueco entre el caos para dedicárselo a estas líneas, dispuesto a escribirlas cueste lo que cueste. Empiezo y no puedo; no veo más que blanco sobre el Word, blanco en el folio de las notas, blanco en mi cabeza. Busco inspiración en la red y acabo llegando a la página electrónica de mi banco. Grave error. Se me ocurre consultar el saldo. Lo hago hasta tres veces seguidas, actualizando la página en una ocasión, frotándome los ojos en otra... pero la cantidad sigue siendo ridícula, más incluso que esos turistas que se compran un collar, se hacen unas rastas y se creen vecinos de-toda-la-vida de sus anfitriones. A mitad de camino entre el aturdimiento y el pavor recibo un correo electrónico de un colega que, simpático, me recuerda que el jueves hay que mandar un periódico a la rotativa y me pregunta con qué lo vamos a llenar.

Es entonces cuando comienzan a brotar lágrimas con olor a cachaza y caipirinha que me impiden terminar esta columna.

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