De pan, reválidas y cultura
Uno se levantaba bien temprano, pues antes de ir al colegio, debía comprar el pan. El pan se compraba entonces en la panadería y era impensable hacerlo en otro sitio. Cada barrio tenía el suyo y por regla general no eran mencionados por el nombre del horno, sino por el nombre del propietario o a lo sumo, de la calle. Así uno iba al horno de la señora Inés o el del señor Vicente, ambos cercanos a mi domicilio. Lo del nombre del panadero o panadera, tenía y tiene una fácil explicación: ellos eran los que hacían el pan y ellos eran por lo tanto los responsables directos de la calidad del producto.
Nadie hablaba de masas fermentadas o de masas congeladas o masas madre, no, se hablaba sencilla y llanamente de pan. Con ese pan, que ya he dicho era lo primero que hacías antes de ir al colegio, te elaboraba tu madre el almuerzo. La variedad era asombrosa, y así el bocadillo podía ser de atún con aceitunas, jamón, jamón y queso, longaniza y morcilla o ambas por separado, salchichón, chorizo, foie-gras y un largo etcétera. Cuando la cosa no andaba boyante con un simple pan, aceite y sal o azúcar, también se liquidaba el asunto.
Eran esos tiempos en los que los niños íbamos con pantalón corto (¿no os habéis fijado, que ya no se ven niños con pantalón corto?) y las niñas también con faldas cortas por regla general. Ellas tenían la suerte de que al llegar el invierno adoptaban el uso de los leotardos. Nosotros nos conformábamos con los calcetines largos hasta la rodilla, que dejaban a nuestros pobres muslos a merced de las bajas temperaturas.
Eran los años en que en los colegios no existía el recreo, salvo en la educación pública, y algunos religiosos que siempre fueron más adelantados a su tiempo en lo tocante a educación. Años en los que ser Agustino, Marista o Salesiano era más un honor que otra cosa. Honor que marcaba también de alguna forma el estatus de los padres, pues no eran tiempos de educaciones concertadas como ahora. Tan solo unas exiguas becas que concedía el Estado y en las que aparte de la economía de la familia, primaba y mucho la nota alcanzada en el curso.
Tiempos de Enciclopedia Dalmau y como mucho, un libro de algebra y el catecismo. Abrir esa enciclopedia era abrir toda la sabiduría del mundo, concentrada en unos cientos de páginas. Conocimientos que no te iban a hacer experto en nada, que para eso ya vendría el bachillerato y más tarde el preuniversitario y la facultad, eso sí, con sus correspondientes reválidas: una al terminar 4º de bachiller y la otra al terminar 6º.
Conocimientos los de esa enciclopedia que tal vez hoy en día son desdeñados, pero que nos servían para saber un poco de todo. Así sabíamos desde dónde nace el Ebro hasta dónde desemboca el Guadalquivir. O quién fue Ramón Llull, entonces conocido como Raimundo Lulio. Aprendíamos la fotosíntesis de las plantas y el sistema circulatorio de nuestro cuerpo. Aprendíamos a hacer reglas de tres, cálculos proporcionales y a obtener porcentajes. A escribir incipientes poemas y a dibujar lo que un tal Freixas dibujaba en unas laminas que se vendían en cuadernillos de 10.
También aprendíamos educación y urbanidad. Sabíamos desde muy jóvenes que se cede el asiento a los mayores, que se abre las puertas a las señoras, que a los mayores se les habla de usted y que hay que respetar a las autoridades. Luego éramos como cualquier niño y hasta que no crecíamos un poco más, nos comportábamos como eso, como cualquier niño, entrando atropelladamente en los sitios, corriendo por las aceras y haciendo más de una barrabasada. Y ello más de una vez nos deparaba una sonora bofetada o un buen repaso de culo y más de un zapatillazo.
No sabíamos lo que era "bullying", todo lo más te metías con el gordo de la clase, hasta que un día el gordo de la clase te daba dos buenos revolcones y se acababa todo ahí y arrancaba una nueva amistad. Y si ibas a casa quejándote, tu padre te decía: pues te defiendes. Pero con el tiempo no olvidamos ni dónde nacía el Ebro, ni a ceder el paso a las señoras al entrar a un sitio. No olvidamos ni esa cultura general ni esas normas de educación y respeto. No olvidamos a las personas que nos las enseñaron y lo más importante, no tuvimos que ir al psiquiatra ni al psicólogo.
Hoy no preguntes a los niños muchas cosas de las que he descrito, no esperes que una gran mayoría te ceda el paso en una puerta o que te hable de usted. Entre todos nos hemos encargado de, bajo una falsa bandera de igualdad, libertad y no sé cuantas cosas más, derruir unas columnas que ya estaban hechas y que las veía todo el mundo. Ahora se teme a la reválida y se dice que es injusta, y el gobierno de turno, por ahora, dice que con que sepas un mísero 40% de los contenidos estudiados es suficiente. Los profesores se quejan de que les faltan al respeto y los padres en vez de preocuparse por saber cuál es el nivel verdadero de sus hijos, se preocupan más por las horas de deberes, sin pararse a mirar que en la tabla de resultados por alumno a nivel mundial estamos en la más ignominiosa cola.
Nos lo hemos ganado a pulso todo, así que no nos quejemos, mejor intentemos arreglar lo que se pueda. Niños nacen todos los días, luego todo no está perdido.
A Carlos, mi director, que ha sido papá.