De profesión político
Cuando era yo churumbel aquellas personas que se dedicaban a la política tenían su mérito. Independientemente de las opciones que representaran, el noble honor de trabajar como gestores de lo público estaba por encima de cualquier otra cosa. Porque era noble y era un honor dedicarse una buena parte de las horas del día al servicio de los ciudadanos, fuese local o nacional. Ese interés era generoso y no había más intención que utilizar ese nombramiento, electo por decisión popular, para emplear todas las energías en el beneficio del colectivo social, del bien común.
La clase política lo podría hacer bien, regular o fatal pero transmitía un respeto, generaba un espíritu kamizake de arremangarse las mangas y pelear, codo con codo, por una causa utópica, romántica, casi altruista, con muy escasa preparación y huérfana de recursos, sobre todo económicos. Luego la rivalidad de las siglas partidistas quedaba olvidada al compartir, en los momentos en que se rebajaba la tensión, el vino o la cerveza. En esas condiciones y salvo excepciones, el apego al sillón era circunstancial y se asumía que el trabajo de político tenía fecha de caducidad.
El político tomaba decisiones según sus criterios y las consignas de partido, dejando a los técnicos la elaboración documental y a la tesorería las órdenes de proveer convenientemente las distintas partidas para el gasto que se había decidido. Pero pasan los años y empieza a suceder lo inevitable, y no es otra cosa que el trasvase del político desde la simple toma de decisiones, desde la gestión puramente política, hacia el control directo del dinero. Los billetes siempre resultaron tentadores y tanto dineral moviéndose de un lado a otro empezó a volver loco a más de uno.
Pero antes de cundir el pánico se estableció la normalización de ciertas conductas inapropiadas, entre otras razones porque la Justicia, en este país, además de ser lenta es blanda para castigar a quien delinque desde las poltronas. Algo de cierto tiene que tener esta observación cuando, desde un tiempo a esta parte, la clase política hoy está absolutamente desacreditada por la sociedad, esa misma que la vota. La frase ya consolidada entre la ciudadanía de que todos los políticos son iguales además de triste es sintomática; y no deja de ser un termómetro del ambiente caldeado que se respira en cualquier ciudad, pueblo o aldea del país.
Es cierto que existen muchos y buenos políticos, honestos y trabajadores, pero miren por dónde casi no se aprecian en el panorama noticiero, silenciados por los desmanes de esos otros colegas caraduras que se encargan, casi todos los días, en desprestigiar una digna vocación. Vocación que, precisamente porque tanto pululan los sinvergüenzas, se ha ido convirtiendo en Profesión. Tanto es así que el absentismo electoral en cada convocatoria va aumentando alarmantemente, siendo dudosa la legitimidad de algunos gobernantes cuando desempeñan sus funciones respaldados, en ocasiones, por poco más del 50% de los votos.
Hay políticos que repiten una legislatura y otra y llevan toda la vida en el mismo sitio, sillón o despacho y cuya única labor importante es votar desde su hemiciclo un sí, un no o abstenerse. Para este complejísimo trabajo cobran una pasta gansa aparte de dietas de desplazamiento, comidas, hoteles y no sé cuántas cosas más. El caso es que entre los políticos de profesión y los imputados por vocación este país va a la deriva y desde la misma Moncloa, desde el Congreso de los Diputados, desde los Parlamentos Autonómicos deberían iniciarse gestos de tranquilidad. Establecer por ejemplo la imperiosa necesidad de reducir el número de escaños, pues es cierto que España va en cabeza de políticos por habitante, y en Suiza solo cobran los ministros, por dejar alguna idea; reducción considerable de sueldos y dietas, pues para imponer recortes que empiecen por predicar con su propio ejemplo; eliminación de organismos como el Senado, cementerio de políticos defenestrados que hay que acomodar. Que empiecen por ahí si preconizan transparencia.