Día 31 y último (dicen)
Últimas horas del presente dos mil siete. Alguna parte de la curia de escépticos que vagamos por el mundo con el alma bajo el brazo decidimos personalmente aceptar la convención que otorga al aséptico día 31 de diciembre el honor de cerrar el año.
Obligado, como quien se siente obligado a tomar vacaciones del 4 al 9 de septiembre, por la indiferencia burocrática así como por la tradición que oportunistamente se dicta desde aquellas desconocidas esferas, aquí me encuentro casi totalmente preparado para despachar un año y dar la bienvenida al siguiente. De momento estoy frente al aparato. Tecleo automáticamente mis pensamientos con las yemas de mis dedos sobre unas letras que ni siquiera se encuentran ordenadas alfabéticamente. Atrás quedan los esporádicos intentos de rebelarme contra el bravo río cotidiano.
A mi espalda los anfitriones comienzan a vestir la mesa para la cena. Los amigos Paco y Josefa no sólo han ofrecido su acogedor hogar para celebrar cena y festín, sino que además aguantan que haya venido a media tarde a su casa y que okupe su personal computer. Todo es para bien, pues así voy ventilando las columnitas de la semana. Por fortuna a estas alturas y después de un mes utilizo los diez dedos para hablar con ustedes, ya que hasta ahora un trágico accidente me había impedido hacerlo con más de nueve. Fueron Belén y Begoña las que en las cálidas instalaciones de Espasana lograron que el funesto apéndice volviera a recobrar la ilusión por el trabajo. Estas profesionales merecen por supuesto mi gratitud hacia ellas y hacia su trabajo: ese que conjunta espeluznantes y terribles conocimientos sobre tortura, con la virtuosa paciencia y la tan escasa delicadeza. Pero no crean que debido al citado percance, queridas personas, no estuve con ustedes la semana pasada, no fue aquel incidente el que provocó mi ausencia, sino cierta amistad adquirida con el consejo administrativo del presente medio que me permite eventualmente este tipo de licencias.
Del periodo convaleciente lo que recuerdo con cierto resquemor es aquella parte del recorrido entre mi casa y la clínica que bordea, cuyo contacto establezco allí en lo que en un cuadrado es una esquina y en un círculo un cacho, con la Plaza de los Toros. La visión de la vieja y enferma construcción sobrecoge al casual espectador más si se puede con esa opulenta ortodoncia que la sostiene. El famoso y carísimo andamiaje ha resultado ser casi como una plaza por sí mismo. Tal visión me conduce a algo que denominaré contención democrática: postura que conduce a concluir que asumir la voluntad de la mayoría es algo que nunca podrá interiorizar el individuo (tanto más rápido cuanto a menos mayoría pertenezca). Con estos pensamientos pueden imaginar que tendremos tema para rato con el asunto de la placita, todo sea para bien, esperemos, y si no puede ser así que sea para bien de la mayoría.
El resto del día 31 fue agradable y divertido, como para la mayoría. Y lo que dicen es la infancia del nuevo año pasó como en otras ocasiones sin llorar demasiado. Eso sí: los deseos quedaron olvidados, las nuevas metas, los renovados propósitos, cualquier anzuelo lanzado al futuro quedó olvidado en un efímero y casi perfecto presente (irreflexivo e inconsciente). No sé de donde sale esa manía de transformar en pornografía todo cuanto vivimos con ilusión durante nuestra infancia entre otras cientos de cosas, pero digo yo que llegará el momento de plantarse y gritar con fuerza que dejen de joder (comercializar, televisar, idiotizar) si no quieren que dejemos de hacerles caso. Con mis mejores deseos: que tengan ustedes otro feliz y próspero año, otro más, dos mil ocho.