El Diván de Juan José Torres

Discriminación positiva o el carnaval de las oportunidades

No hay cosa que más me hierva la sangre que para sacar la pata por un desliz, y en un acto encorajinado y compensatorio, se acabe por meter las dos; porque si difícil resulta justificar una equivocación más penoso es retractarse de un segundo tropezón por evitar el primero. Escribo esto colacionado con un tema de permanente actualidad, como es la discriminación positiva y es que vivimos durante siglos con la ley del péndulo y como los extremos no se tocan hay que recomponerlos. Parece que para curarse de espanto de tantos lustros de discriminación de la mujer se intente ahora, como si se tratara de una indemnización, compensar sus marginaciones.
La discriminación positiva, también llamada acción afirmativa, viene a ser una política social, auspiciada por las Administraciones Públicas, y encaminada a mejorar la calidad de vida de grupos desfavorecidos, proporcionándoles la oportunidad de equilibrar su situación de desventaja social. Como tradicionalmente el papel de la mujer en este país ha quedado relegado a un segundo plano, en todos los niveles sociales, laborales y de prestaciones, la discriminación positiva procede a restituir sus desagravios y colocar su rol en el lugar que les corresponde. La idea parece hermosa si es que no choca, frontalmente, con la injusticia.

Es un hecho que la mujer ha sido históricamente olvidada, condenada, proscrita no sólo en cuanto a su opinión, sino a su participación en los asuntos de primer orden, esclava de una sociedad machista y marginada de toda actividad laboral, económica y política. Afortunadamente el esfuerzo de líderes pioneras y el trabajo de todo un movimiento reivindicativo han ido implantándose en la sociedad, hasta el punto que ya nadie cuestiona ni su cualificado trabajo ni su insustituible aportación.

Pero, recordando los extremos, no se puede desvestir a un santo para vestir a otro, y esto es lo que pasa con la dichosa discriminación positiva. Ahora mismo y para optar a un puesto de trabajo, sea público o privado, la mujer tiene siempre ventaja sólo por serlo. Ante un mismo currículum, semejante experiencia profesional, igual nivel académico, el acceso de la mujer al mercado laboral supera con creces al hombre. Las Administraciones Públicas, a través de sus Planes Integrales de Empleo ofertan, con fondos públicos y europeos, a las empresas el doble de incentivos si contratan a una mujer y la mitad si es hombre.

No se mide la capacitación, ni la aptitud, ni los recursos individuales a la hora de presentarse a una entrevista de trabajo. Ante un empate técnico decide el sexo, y en estos casos se favorece al femenino. Lo mismo que antes pero al revés. No me digan que no es un poco demencial. Porque la Constitución, sobre el papel no excluye a nadie por ideología, religión, discapacidad o sexo; sin embargo queda, otra vez más, en papel gastado. Tan escasamente original que ni siquiera le han cambiado la denominación: discriminación positiva, cuando el término discriminar nunca lleva nada bueno.

Ahora que se habla tanto de paridad, que se invoca a la igualdad de oportunidades, en estos tiempos que hay que reconstruirlo casi todo codo con codo, de igual a igual, sin que sobre ni falte nadie, ahora precisamente se reafirman en algo tan cruel e inhumano como la discriminación, llámese como se llame. Porque si la distinción es positiva para unos será siempre negativa para otros, y esto es, ni más ni menos, que volver a las viejas y odiadas andadas. Podrán disfrazarlo con términos azucarados, con referencias semánticas que suenen bien, pero lo digan como lo llamen la exclusión nunca es aconsejable.

Si la mujer fue marginada en el pasado ninguna Ley puede vengarse ahora con el hombre. El equilibrio de todas las cosas está en la sensatez, y si ésta se pierde convertiremos un buen propósito en un carnaval de desprecio y mutilación a la igualdad de oportunidades.

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