El desafío
En junio pasado, la revista Descubrir el arte, con motivo del número cien, regaló un bello suplemento muy bien ilustrado titulado Las 100 mejores obras de todos los tiempos. La selección, lo reconoce en artículo editorial la propia publicación, es un ejercicio osado, un desafío aceptado por la treintena de académicos, catedráticos y críticos de arte que integran el consejo asesor de la revista. Con sus votos se ha elaborado la sugestiva colección que se presenta.
Como comprenderán los lectores, de las cien obras de arte escogidas no sobra ninguna y, por supuesto, faltan. De entrada, cuestión de gustos y pasiones, yo he echado de menos la Torre Eiffel. La tarea selectiva, en arte, es difícil. Tanto o más como escoger cien canciones, o cien películas, o cien personajes. Cada uno tenemos nuestras preferencias y criterios. Y cada uno ajustamos cánones determinados por diversos aspectos particulares y colectivos: culturales, sociales, económicos, políticos... He echado de menos la Torre Eiffel porque es una obra que me impresionó tanto la primera como la última vez que la vi. Igual me pasa con El jardín de las delicias de El Bosco (Museo del Prado). Igual que me pasa, cada vez que veo y de ésta no conozco el original, el busto de Nefertiti que se conserva en el Museo Egipcio de Berlín. Obras éstas que sí que están en la selección de la revista.
A veces es arriesgado enamorarse de obras sin conocer el original, porque en ocasiones el original defrauda. Y defrauda, más que por lo que es, por lo que no es según el modelo imaginado. Así me pasó en el Louvre precisamente con una escultura egipcia, la del escriba sentado. Nunca la imaginé tan pequeña. Así me pasó con La calumnia de Apeles de Sandro Boticelli en la Galería de los Uffizi en Florencia.
Faltan algunas pero no sobra ninguna, ni siquiera la Fuente de Marcel Duchamp. Ese urinario de porcelana blanca que en 1917 fue elevado a la categoría del arte universal, como manifiesto del artista que insiste o grita en que es arte lo que quieren ver sus ojos de artista. Luego, el público subirá a los altares o condenará a los infiernos la obra y/o al artista, pero quien dice ahí está mi obra es el artista.
Volviendo a la selección, algún curso he puesto a mis alumnos de Secundaria en la tesitura de elegir una obra de pintura, una de escultura y una de arquitectura. Sólo una de cada. Para muchos la tarea es sencilla y la aplauden porque tres les parece poca faena. Es poca faena porque no hay criba. Así sólo se trata para ellos de escoger, entre muchas, tres. La tarea es sencilla e insulsa sobre todo si eligen a corte. El problema es cuando se les pide que expliquen en diez líneas características objetivas de la obra y motivos que justifican la elección. Cuando la actividad se la toman en serio es apasionante porque entran en la dificultad de elegir entre cosas que gustan. Hagan si quieren la prueba y, si pueden, que sí que podrán porque hay muchas, escojan. Yo he dicho tres: la Torre Eiffel, El jardín de las Delicias y el busto de Nefertiti. Pero no crean que la elección es sólida para decirlo fuerte. Y no porque no estime las obras dichas, sino porque me llaman otras. Ahora se me ocurre, por ejemplo, que de pintura podríamos haber dicho, de Turner, Lluvia, vapor y velocidad (National Gallery); de arquitectura, la Mezquita de Córdoba y de escultura, el David de Donatello (Museo del Bargello) o... Volvamos a empezar.