El Volapié

El día del padre y del hijo

Por fin se han terminado las vacaciones de Semana Santa y Pascuas, y llega el momento del descanso, porque estarán de acuerdo conmigo los queridos lectores de lo duras que son las vacaciones. De todos los avatares de estas desnaturalizadas fiestas, me hiere especialmente el hecho de que nos claven dos euros con cuarenta céntimos por cada mona cuando una toña soltera y entera no suele pasar de la mitad. ¡Como estamos en Pascua!
Parece ser que la razón de esta diferencia de costes radica en el huevo Kinder. Sí, verán ustedes, ahora las monas ya no se cuecen con un huevo de gallina sino que se adornan con sorprendentes huevos de chocolate, así que los parroquianos ya no rezan en los Oficios y mucho menos se cascan los huevos en la frente. Como generalizar suele traerme problemas –y con toda la razón– debo decir que según parece, todavía ha sido posible encontrar en Villena monas con un huevo, de las de chínchamela de toda la vida.

Entre la tarde pascuera del último día de cole antes de la vacaciones semanasanteras y la chocolatada del pasado lunes de San Vicente, me he ido desquiciando poco a poco con el cambio de horarios, la necesidad de buscar ocupaciones y entretenimientos razonables y racionales para mis hijos, entre la anarquía y la aplicación de los modernos criterios educativos.

Como les decía, desde el primer día sin cole he tratado de organizarme para conciliar las imperiosas necesidades de trabajar y buscarme la vida, con la suerte de poder dedicar más tiempo a las criaturas. Al llegar el punto en que mi imaginación no dio para más, mi hijo comenzó a implorarme que celebrásemos el primer día sin su madre y sin su hermana.

¡Pero hijo mío! ¡Cómo puedes pedirme esto!, porque estoy seguro que en los Salesianos no han podido enseñarte algo así, que como nos pille Bibiana nos fusila -remarcando el tono estrictamente metafórico de la expresión porque no está el horno para bollos. Recordando al gran Serrat, los hijos al nacer ya nos dan la primera alegría al parecérsenos, nos entran ganas de comérnoslos y –como canta la sabiduría popular– cuando cumplen nueve años, nos arrepentimos de no habérnoslos comido.

Así que para rematar las vacaciones en la Colonia de Santa Eulalia, nos colgamos las mochilas y nos subimos en las bicis rumbo a la casa abandonada con la que tantas veces habíamos fantaseado. A mi hijo le encanta eso de jugar a hacer documentales y soñar con aventuras imposibles, cuevas misteriosas y tesoros escondidos. Nos trajimos unos cuantos huesos de algún desaparecido, restos de la vajilla de una mujer que se nos apareció, unas cuantas fotos para las que posaron varios fantasmas y un tremendo dolor de culo por la falta de costumbre (espacio sin patrocinador para uso de los bromistas).

Todo lo bueno de disfrutar una mañana con un hijo, nunca es comparable al beso de una hija, a los encantos de una divina mujer y a una buena tarde de toros.

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