El indeseable vandalismo urbano
Cualquier indicio de razón se pierde, en un minuto, por esa psicosis colectiva que invita al odio, el rencor y la crueldad callejera
Creo que fue en la primavera de 1975 cuando me manifesté, por primera vez, en una concentración reivindicativa. Como estudiante de Magisterio, adscrito también entonces a la Universidad de Alicante, ejercí ese derecho fundamental de exteriorizar mi disconformidad por la expulsión del organismo público, o depuración, de un profesor por haber hecho públicas sus tendencias políticas. No escribo sobre cualquier cosa de ahora, pues aquello ocurrió hace casi cuarenta y seis años. Quinientas personas protestamos pacíficamente por la explanada de Alicante y en un momento, que me pareció un segundo, observé que la cabecera de la manifestación corría despavorida hacia atrás y me di cuenta entonces que la policía, denominados los grises entonces, comenzaron a cargar a diestro y siniestro a quien galopaba.
Yo, que me faltaban dos hervores para espabilarme, salí corriendo muy asustado, no entendiendo nada de lo que sucedía. En la huida vi a un hombre tirado en el suelo, seguramente porque los que me precedían lo empujaron y esta persona tendría entonces unos sesenta y pico años, los mismos que voy hacer yo ahora. No sé por qué, algo me detuvo en mi carrera. Una persona tendida en la calzada por circunstancias que seguramente ni le iban ni le venían. Mientras lo recogía de los hombros para incorporarlo se me acercó un policía con su casco de protección, su pistola y su porra, levantando al hombre por las piernas. Nos miramos los dos a escasamente metro y medio y cuando el atropellado estuvo en pie volví a correr desesperadamente, sin mirar atrás y con el temor de que creyera la autoridad que fui yo quien lo lancé.
Los manifestantes pacíficos habían desaparecido, ni rastro de ellos, por lo menos los que yo conocía como referencia. En un santiamén me encuentro perdido, detrás de una palmera, con unos individuos que no conocía de nada y que lanzaban piedras, palos de las pancartas y cócteles molotov a las fuerzas policiales. Y la policía respondía con gases lacrimógenos y balas de goma, Me encontré, sin saberlo ni quererlo, en una línea de fuego y objetos cruzados y pensé que era el fin, pudiendo acabar esposado en la comisaría o maltrecho en un hospital. Al final y afortunadamente pude escapar de esa pesadilla, pero me di cuenta y aprendí la lección de que lo que era una manifestación noble, justa, reivindicativa y pacífica suele irse al traste porque aparecen unos energúmenos que ni estudian ni trabajan y se montan la fiesta.
Este artículo viene a colación por los incidentes urbanos que han incendiado las calles por la detención del rapero Pablo Hasél, sobre todo en Barcelona y Madrid. Manifiesto que no conocía a esta persona, que no reconozco su estilo de música y que ni me gusta ni la comparto. Parece ser, por lo leído, que en sus letras hacía exaltación de la violencia y el terrorismo, actitud antisistema que repulso desde el minuto cero. No voy a entretenerme ni a perder el tiempo en empaparme de sus canciones porque no me interesan en absoluto; pero no comparto los slogans que incitan la ira, el odio, la venganza y la perdición de nadie. Como tampoco comprendo que medios de comunicación y los responsables de las redes sociales permitan publicaciones de gentes anónimas que utilizan esos medios para insultar o amenazar a alguien.
Que digan en sus firmas sus nombres y apellidos, que no se oculten en figuras de incógnito, que afirmen quiénes son y, si aciertan o yerran, que den la cara. Como los energúmenos que destrozan el mobiliario urbano, tapados sus rostros, para que no los reconozcan. Porque en la vida, lo aprendí de mis padres y de gentes sabias con las que tuve el placer de compartir trocitos de existencia, las personas deben ser responsables de sus actos y acciones, para bien o para mal. El señalar con el dedo y esconder la mano es muy habitual socialmente y por eso mismo condenable. El poner patas arriba las calles donde uno vive también es despreciable, en todo caso que lo hagan en sus casas, pero por favor, a cara descubierta, porque si tienen tanto valor para acometer atrocidades que tengan la virtud de mostrar su rostro con valentía.
Entiendo que las manifestaciones de cualquier tipo, que son reivindicativas y exigentes para solucionar problemas, son legítimas y corresponden a una sociedad democrática en un Estado de Derecho. Luego, cada cual podrá adherirse a ellas o pasar olímpicamente, que también es un derecho ciudadano, pero lo que es lamentable y triste es que, por la experiencia personal comentada, al final de una concentración, con las mejores intenciones del mundo, aparezcan de la nada personajes enloquecidos y fanáticos que quieran reventar el acto, importándoles un bledo la convocatoria y en muchas ocasiones sin saber de qué va la historia; el caso es crear una penosa imagen a favor de qué extraños intereses.
Flaco favor hace, en estos episodios, las declaraciones de algunos dirigentes políticos, justificando hechos que no tienen, bajo ninguna de las perspectivas, ni sentido ni razón. Como hace unos días en una concentración en Madrid de falangistas de Juventud Patriota que homenajeaban a la División Azul: “El judío siempre es el culpable”, afirmaba una portavoz veinteañera. Porque si se apela a la violencia más que a la prudencia, la sensatez y la cordura, este bucle se convierte en una espiral sin salida ni retorno.
No me gusta ver personas echadas en la calzada por las carreras de inconscientes, ni contenedores en llamas, ni vehículos destrozados, ni comercios reventados. Cualquier indicio de razón se pierde, en un minuto, por esa psicosis colectiva que invita al odio, el rencor y la crueldad callejera. Así no vamos a ninguna parte, ni los que deseamos mesura ni a quienes les da lo mismo la tranquilidad del prójimo. Mal camino y mala enseñanza. Protestad, sí, con la palabra como argumento, con alternativas como propuestas, con respeto esencial y necesario; jamás con la estúpida amenaza ni con la desafiante agresividad. Y si alguien aún sigue pensando en que estas conductas son justificables, que se desenmascare y lo diga en voz alta y a pecho descubierto, como los hombres y mujeres honestas que son responsables de sus palabras y de sus hechos.
Yo, en cualquier caso, si me viera de nuevo metido en un berenjenal por causas justas, apelaría al pacifismo, que es lo único que nos puede reconciliar. Y si tuviese que pararme para recoger del suelo a una cándida víctima atropellada, volvería a hacerlo. Les dejo el tema musical de “Avioes de papel”, de Rodrigo Leao, a ver si nos inspira cordialidad.
Totalmente de acuerdo con el escrito. Cuando se pierde el respeto se pierde todo.
Seguro que habría gente de buena fe en alguna de las protestas, pero los violentos lo estropean con sus acciones. Y la violencia verbal de ciertos políticos es inadmisible. Justificar la violencia, de una forma u otra, nunca acaba bien.