De recuerdos y lunas

El mundo mundial

Las desigualdades en el mundo se pueden corroborar desde los más diversos parámetros entre países: Producto Interior Bruto, renta per cápita, número de médicos o número de camas de hospital por habitante, plazas escolares, número de teléfonos o televisiones o cualquier electrodoméstico, mortalidad infantil... Cuantificaciones más o menos aproximadas que radiografían tanto lo más complejo como lo más sencillo para ratificar la divergencia entre los que tienen y los que no tienen. Porque todas estas cifras comparadas revelan una realidad de contrastes entre pobrezas y riquezas.

En el último Mundial de fútbol se apreciaron aspectos –no los creo baladíes– que también muestran la dicotomía entre territorios más allá de las cifras de los parámetros específicos y científicos que entretienen a economistas y sociólogos. Los datos se los tomamos a Miguel Ángel Mellado en su columna “Siete preguntas” del Suplemento Crónica de EL MUNDO (2.07.2006). En uno de los interrogantes, el periodista, tras preguntarse si aprendió algo del Mundial, se responde con seguridad y rotundo: "Sí, la desigualdad impera en todos los órdenes de la vida". Y justificaba esta afirmación, ya no con el análisis de elementos al uso de los informes científicos, sino contrastando el fabuloso tren de vida de las novias de los futbolistas ingleses con la humildad de la única acompañante que fue de un jugador ecuatoriano. Así, mientras las girls de los ingleses se alojaban en un hotel de 1.200 euros la noche (Mil doscientos euros noche. Lo repetimos en letra, como en los cheques, para que no se sospeche errata), la del ecuatoriano, que es consorte y la única de las mujeres de Ecuador que según Mellado pudo permitirse el lujo de acompañar a su pareja, lo hacía en un hotel de setenta euros –70– noche. Vamos, que con lo que le costaba a una de las de Inglaterra el dormir una jornada, la de Ecuador lo podía hacer más de medio mes. También, en la misma columna, para rematar con más argumentos lo afirmado, se nos informa que durante el Mundial en Alemania, las acompañantes anglosajonas hicieron salidas nocturnas de 3.000 euros la cena con langosta. ¡Tres mil euros la cena!

Yo no sé si podría dormir sabiendo que cada hora de sueño, suponiendo que duermo ocho horas, que no las duermo porque duermo menos, me iba a costar ciento cincuenta euros (150 € por hora). Ni tampoco sé si podría cenar pensando que cada bocado y cada sorbo me cuesta lo que no gana en un país subdesarrollado una mujer o un niño ni siquiera en una semana de trabajo cosiendo pantalones o balones de fútbol. Lo que sí que sé es que, aun sabiendo los datos de la miseria que sé, todas las noches me acuesto y duermo. Tan tranquilo. Y lo que sí que sé es que, aun sabiendo los datos de la pobreza que sé, me pongo a comer, o a cenar, y me como mi sopa calentita y mi filete. Y bebo. También bebo. Agua. Cerveza. Vino. A sorbos. Así todos los días. Así todas las noches. Como sin remordimiento. Y duermo como un lirón. Arrulladito con mi gente. Arrulladito con mis cosas. ¡Qué bien!

Luego, algún día como hoy, por lo que sea: O porque un periódico nos ha traído las cifras que embolican la conciencia, o porque en las noticias hemos visto desembarcar al hambre arriesgando la vida, o porque nos hemos despertado con más humanidad, no nos entran las cucharadas ni los bocados con la holgura de otros días. Y por la noche, desvelados, damos vueltas en la cama, incómodos. Agriándosenos la leche. ¡Ya iba siendo hora!

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