¿Cómo están ustedes?

En las ruinas de Camelot

Ahora dicen que fue para recoger fragmentos del cráneo y del cerebro de John, trozos que guardó en sus manos con mimo y nervios hasta el hospital con la esperanza de que se los restauraran. Ahora dicen eso, pero nosotros siempre vimos en aquella imagen de Jacqueline Kennedy gateando sobre el maletero de aquel cochazo negro, como un querer volver al instante anterior para que los disparos no fueran. Un retroceder a ese instante que buscamos contra la tragedia para evitar lo que no queremos inevitable. Agarrar el momento anterior en el que, si fuera posible, pudiéramos cambiar el destino. Retroceder en el tiempo. Un laberinto quimérico.

En nuestra infancia hemos visto muchas veces esa imagen. El coche negro es un Lincoln. Una limusina descapotable. Para nosotros, habitantes en un pueblo en desarrollo en aquellos años sesenta con muy pocos coches todavía, cualquier automóvil así de grande y de traza rectangular nos parecía un Dodge. Pero aquel era un Lincoln, marca de lujo de la factoría Ford. Un Lincoln negro. El traje de lana rosa de Jacqueline –Jackie– Kennedy contrasta con la carrocería. La desesperación, con lo que fue su sonrisa en el aeropuerto.

Cuando los disparos, ha atendido a su marido. Le ha abrazado. Pero viendo que la situación es grave, con desesperación busca enganchar el pasado en el camino recorrido por el coche, en el camino recorrido por el tiempo. Volviendo hacia atrás. Queriendo desandar lo andado. Volver a la esquina anterior, volver a Houston Street, a cualquier calle anterior, acaso donde aquella pancarta que dice "¡Es a ti, Jacqueline, a quien queremos!". Lo de menos es cierta impopularidad de JFK entre diversos sectores. Lo importante es volver al espacio anterior a los disparos. Pero desandar lo andado no es posible. Aunque lo andado sea a una velocidad de dieciocho kilómetros por hora. No se puede desandar el tiempo. No cabe la vuelta atrás. Cuando son las doce horas y treinta y cuatro minutos, aunque retrocedamos en el espacio, ya no pueden ser las doce horas y treinta minutos. Las balas disparadas no pueden volver a la recámara. Veintidós de noviembre de 1963. John Fitzgerald Kennedy, trigésimo quinto presidente de los Estados Unidos, morirá.

El 24 de noviembre en el sótano de la comisaría, entre periodistas, Jack Ruby, dueño de un club nocturno, espera el traslado de Lee Harvey Oswald, acusado del magnicidio. Como con paso de esgrima, pero empuñando una pistola, Ruby dispara sobre Oswald y –ojo por ojo, diente por diente– lo mata. Oswald muestra un gesto de dolor boxístico de golpe bajo. Nadie entenderá cómo ha fallado la seguridad.

El día veinticinco es el funeral de JFK. Jackie Kennedy viste de viuda. Un vestido negro, como el Lincoln negro. Un velo negro difumina su cara y esconde su pena. Un carruaje tirado por caballos porta el féretro forrado con la bandera estadounidense. El caballo sin jinete lo sigue. Suena música. Desfilan militares. Junto a la viuda, presenciando el funeral, están sus cuñados Edward y Robert. Delante, sus hijos: el pequeño John y Caroline. Los niños llevan un abrigo azul cemento. Azul claro y cemento. El color de los abrigos y los cabellos de los niños ponen un poco de luz en las tristezas. Hace tiempo de congoja. Se nota en el cielo. La pequeña Caroline observa y manosea una publicación mientras John Jr. hace el saludo militar. Es el día de su cumpleaños. El tercero. Su pequeño cuerpo aún cabe en el hueco bajo la mesa del despacho oval de la Casa Blanca. El asesinato de su padre obligará a la mudanza. Ruinas de Camelot.

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