El Volapié

En manos de un imbécil

Las cornadas sobrevienen cuando un torero menos se lo espera. Unas veces a causa de un fallo humano, de un error de cálculo al elegir distancias, por equivocarse de terrenos, por emborracharse de toro, por una temeridad o por eso que ellos denominan lanzar la moneda al aire. Tenemos en mente al gran Julio Aparicio y la enorme suerte que tuvo, a pesar de los pesares.
Cuando llega la cornada se espera la inmediata presencia de un cirujano con arrojo, capaz de aplicar sus conocimientos con eficacia y rapidez. A veces la rápida acción de un simple banderillero con valor ha sido un providencial salvavidas, un torniquete hecho con el corbatín a tiempo o una mano que se ha atrevido a pellizcar la arteria seccionada evitando la muerte por hemorragia.

Para tratar graves enfermedades sucede tres cuartos de lo mismo, cambiando en el cuarto restante la rapidez por el diagnóstico precoz. De entre las graves enfermedades que pueden padecerse en estos tiempos, el cáncer no siempre es la peor. Claro está, siempre y cuando el enfermo tenga la atención de un oncólogo de reconocida competencia.

Con los resfriados muchas veces basta con una caja de Frenadol unida a la intuición médica que todos llevamos dentro y si nos equivocamos de tratamiento poco malo nos puede suceder porque más pronto que tarde volveremos a estar sanos gracias a los propios efectos de nuestra buena naturaleza.

Cuando se trata de cáncer es imprescindible que el médico tenga titulación oficial, amplia experiencia y ojo clínico.

Cuando se sufre un cáncer y el facultativo erróneamente diagnostica un esguince leve, el enfermo corre grave peligro. En este caso, cuando el mal médico trata como leve una tremenda patología como el cáncer, es de agradecer que aparezca alguien de nuestro entorno pidiendo un diagnóstico comparativo que permita definir perfectamente lo que sucede.

Por fin, aparece un médico que nos informa de la gravedad de la situación, define nuestro cáncer con nombre y apellidos, propone un tratamiento paliativo y curativo, nos demuestra que hemos perdido un tiempo muy valioso dando palos de ciego y advierte de los riesgos que conllevaría continuar tratándolo con las mismas artes que si fuera un leve esguince.

Por desgracia, el destino del paciente no depende de su propia voluntad. Mejor dicho, como el paciente manifestó con anterioridad –cuando sólo sufría resfriados– sus preferencias por el pésimo doctor, ahora se encuentra con la sorpresa de que no cabe la posibilidad de que nadie le pueda plantear cambios, ante lo que observa con estupor que lejos de comenzar con la radio, la quimio y el bisturí, las enfermeras continúan aplicándole cataplasmas de romero.

Hasta que aparece un médico ultramarino por el que el nefasto oncólogo siente debilidad y -con una sencilla voz de ar– obliga al necio a rectificar el tratamiento, pregonando este a los cuatro vientos que por fin ha visto la luz.

Es horrible estar tan grave y que la curación dependa de las manos de un imbécil más grande que el castillo.

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