Fuego de virutas

En medio de un beso

Si no fuera porque tenemos que escribir palabras, hoy no escribiríamos ninguna palabra. Pero no podemos escribir el silencio. "Es difícil hablar en medio de un beso, (...)" —apunta Saramago en un entrañable pasaje, que retomamos de "La balsa de piedra" protagonizado por los enamorados Joana Carda y José Anaiço. Así, hoy, siendo en medio de un beso, lo mejor sería el silencio de palabras. La mudez de los verbos. Enamorado silencio sobre ruidos del amor. Rumor y sigilo de cuerpos. Rumor dándose.

Y en este vacío de voces, cerrados los ojos –los míos, los tuyos–, hablando sólo los labios contra labios sin pronunciar palabras, llega la oscuridad de ese largo túnel que dice el poeta Jaime Gil de Biedma culminando "Idilio en el café": "Ven. Salgamos fuera. La noche. Queda espacio / arriba, más arriba, mucho más que las luces / que iluminan a ráfagas tus ojos agrandados. / Queda también silencio entre nosotros, / silencio / y este beso igual que un largo túnel."

Así. Silencio y beso. La noche. La noche y un beso largo "igual que un largo túnel". Oscuridad y silencio. Luminosa oscuridad de caricias indagando los cuerpos. Las manos ocupadas sobre la piel. Y más arriba, callados los labios. Labios sellados de labios. Los ojos ciegos. Y sin anhelar ninguna luz al final del largo túnel. Porque la luz está, intensa, dentro del largo beso. Las palabras, imposibles en el beso, empañarían la realidad. No caben voces cuando se ama. Las voces, si pueden ser útiles para el cortejo y para el enamoramiento, para decir "te quiero" y "quiero que vivamos juntos" y "me gustaría besarte" y "no puedo vivir sin ti" y "no me imagino no verte" y "abrázame fuerte", "abrázame más fuerte" y... Son palabras inútiles en el instante del amor, inservibles cuando se ama. Y si acaso son, son torpes. Como torpe balbuceo. Y ese beso largo, largo "igual que un largo túnel", deriva hacia el universo. O estalla de mar, bruto de oleajes y espumas, en la ternura primigenia de una entrega genesíaca: "Por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne. Estaban ambos desnudos, el hombre y su mujer, pero no se avergonzaban uno del otro." Lo dice el Génesis (2, 24-25) en el libro de los libros. Ausente la vergüenza no hacen falta las palabras ni para uno ni para el otro. Las palabras también podrían ser útiles para la excusa. Pero si hay amor no hay excusas. El amor no necesita excusas. El amor necesita besos. Largos besos para el amor.

Amor siempre naciente como si fuera la primera vez. El primer beso. La primera caricia. El primer abismo. Amor que nos devuelve a nuestro ser remoto, a nuestro ser padres de nuestros padres encontrándonos en la esencia primitiva de la tierra, tierra que somos hurgando en la prehistoria de nuestros cuerpos. Dejándonos caer en las simas entrañables de la carne, carne que se hace una sola carne. Fundiéndose, confundiéndose en afectos. Como depredadores cazándonos, o dejándonos cazar, para la supervivencia en el amor. En "La cara interna del viento o La novela de Hero y Leandro", Milorad Pavić nos susurraba ese instinto trampero: "(...) y dando un latigazo a la luz de la luna con su cabellera se sube a la cama, se monta a horcajadas sobre él dentro del lecho, lentamente como la nieve cayendo sobre la tierra y sin retroceder ni una vez se deja ir sobre su presa (...)".

Y todo fue, queriéndonos, en medio de un beso. Y todo fue silencio.

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