Errores y enseñanzas
La Vida, más allá de la duración que el destino nos contemple, es una oportunidad única de aprendizaje. Es una carrera de fondo cuya meta nos resulta invisible, ignorando si el final está a la vuelta de una esquina o acaba en una recta casi interminable. Para caminar por los senderos, llenos de sorpresas, contamos con nuestro propio equipaje, que son los recursos que llevemos: la disposición física, con limitaciones que deberíamos conocer y respetar; la capacidad de adaptación al viaje, lo que denominan inteligencia; y el entorno: familiar, social o laboral que, dependiendo de su benevolencia u hostilidad, nos alegrará o disgustará la travesía.
Hay quienes arrancan con prisas, desconociendo sus fuerzas y las dificultades del camino, y acaban desfondados a las primeras de cambio, apeándose en andenes descuidados y sin coche escoba. No es necesario sprintar bebiéndose la vida de un sorbo y es conveniente repostar de vez en cuando, reponer fuerzas, reflexionar, cargar las pilas y seguir caminando. Sin la indispensable autocrítica y la dosificación imprescindible nos perderemos. Encontramos, tarde o temprano, adoquines puntiagudos, desniveles latosos, plantas espinosas y socavones profundos. Aun así nuestro dorsal, nuestro nombre y apellidos, deberemos llevarlo con la mayor dignidad posible.
No hay periplo libre de accidentes, tropezones, caídas y contusiones. Además se dice de nuestra especie que es la única, de entre el reino animal, que trompica dos veces en la misma piedra. Siendo esto así nos trastabillamos tanto que salimos escaldados y repetimos los mismos pasos erróneos sin aprender del pasado y del sentido común popular, haciéndonos daño de nuevo y, lo que es peor, causando estragos a terceros. El instintivo reflejo acción-reacción debería permitirnos no una excusa, sino más bien una sabia enseñanza, porque nadie está a salvo de equivocarse, pero sí de enmendar lo que es corregible.
El problema del error, como seres sociales que somos, es que directa o indirectamente alguien sale perjudicado por nuestra negligencia, ligereza y frivolidad de numerosos actos que realizamos, la mayoría por mecanismos viciados o costumbres insensatas, por imprudencias que hieren la discreción y la confianza. Cuando esto sucede nos asalta el remordimiento, la desazón, el vivir sin vivir, la duda y, si no somos psicópatas, hasta el arrepentimiento. Vamos entonces al confesor para que nos perdone los pecados, o al psicoanalista que nos reconduzca, o al psiquiatra que nos diagnostique, a la madre que nos consuele o al amigo que nos alivie.
Es entonces el momento de ofrecer disculpas, aunque no hay perdón sin rectificación. Y es en este punto cuando hago mías las palabras de un viejo amigo, cuando distinguía entre los buenos actos con sospechosas intenciones y las malas obras sin intencionalidad alguna. Me ponía el ejemplo de quien da limosna a un pobre, no para paliar momentáneamente su desgracia, sino para que socialmente fuera aprobado y aplaudido su gesto. Al contrario, hay quienes ocasionan un daño a terceras personas pero sin ánimo de lastimar. Públicamente el que dio el donativo será un generoso, pero ruin en su conciencia; en tanto que quien molestó involuntariamente quedará como un impresentable, pero digno en su intimidad.
La moraleja de este artículo es que no es persona más noble quien disimula mejor y aparenta ser superior de lo que es, sino quien cometiendo errores imperdonables es capaz de reconocerlos y tiene la decencia de disculparse, sin que se le caigan los anillos por ello. Si no somos capaces de aprender de los disparates propios y de las desgracias ajenas el viaje, ese camino que nos lleva a alguna parte, se nos hará más largo y penoso. Y las penurias, si son compartidas tanto como la felicidad, nos complacerá la aventura, los apeaderos serán más confortables y no faltará nunca alguien que nos aliente. Reglas que en la vida personal y en los tránsitos políticos no deberían perderse de vista.