El Diván de Juan José Torres

Escrache

Hay que ver lo que se aprende con la crisis. Fue desatarse y empezar a aflorar terminologías hasta ahora desconocidas. La última que se ha puesto de moda es escrache, y hasta el menos ducho ya sabe lo que es. El escrache es originario de Argentina y su máximo apogeo fue en los primeros 90, cuando la población civil se reunía frente a las casas de políticos y, sobre todo, de militares de la Junta Militar de la dictadura, reclamando responsabilidades por los abusos y personas desaparecidas por el régimen de Videla. En sus inicios fueron festivas y pacíficas, luego ruidosas con las famosas caceroladas y el pretexto perfecto para que algunos fantasmas se tomaran la justicia por su mano. Los episodios, años después, se repitieron con el corralito.
España ha importado, como tantas otras cosas, el escrache, iniciándose otra enfervorizada polémica entre sus defensores y detractores, hasta tal punto que el Gobierno ya ha puesto medidas para prohibir este tipo de manifestaciones. Para ello ya se ha encargado de cuestionar a algunos dirigentes de la Plataforma de Afectados por las Hipotecas, que lucha contra los desahucios e hipotecas abusivas. Si entre sus organizadores hay sospechosos de conductas inapropiadas, no tiene por qué restar legitimidad al resto de sus asociados y simpatizantes. Otra cosa distinta es que la simple manifestación se salga de madre, que un acto absolutamente pacífico se convierta en acoso y que el insulto y el zarandeo se instalen como norma, no como excepción.

No soy partidario de que el personal se concentre frente a la casa de nadie, pues la privacidad de un domicilio pierde su intimidad y ya está sujeto no sólo a la curiosidad de paparachis sino a que algún desaprensivo quiera ir más allá. De modo que si ha de hacerse un escrache mejor se haga en un ministerio, consejería o las sedes oficiales de los partidos. No obstante, entiendo muy bien la impotencia de la gente, que necesita calmar su ira ante una cara pública. En los Estados Unidos, por ejemplo, los congresistas electos tienen una oficina permanente para que cualquier ciudadano pueda acceder a ella y presentar las quejas o sugerencias, del tipo que sean. Es el político quien tiene la obligación, puesto que ha sido votado y elegido, de atender las demandas que se vayan presentando.

En nuestro país no. El político hace campaña, se convierte en humano, va a mercados y centros de trabajo, besa a abuelas y niños, ofrece su mejor sonrisa y promete las mejores soluciones. Toda una cínica feria hasta que sale elegido. Ya no se le vuelve a ver, ni en los centros de trabajo, ni entre multitudes, ni besando a gente mayor, ni haciéndole gracias a los niños. Se muestra entonces inaccesible y escondido en coches oficiales, y si tiene importante cargo, hasta blindada escolta. Ya no se le ve el pelo ni para darle un abrazo o para lanzarle un reproche. Habría que esperar otros cuatro años y a saber si lo recolocan para eurodiputado o senador. Así las cosas, como la gente del pueblo no sabe dónde recurrir, pues la Justicia es lenta y ahora cara, y si se concentra en un edificio público a patalear, les espera un cordón policial con escudos y porras, ¿a dónde van?

Porque motivos para quejarse los hay muchos y sin atisbos de solución. Queda entonces el recurso de abordar al político que tanto prometió, incluso de increparle tanta informalidad; pero de esta acción al acoso o, llegado el caso, la violencia, casi no hay línea divisoria. Por tanto prudencia para todos, pues si unos tienen razones para el cabreo, otros la obligación de calmarlos. Prudencia, pues con Zp su Gobierno veía natural los desahucios y no decretó nada para impedirlo. Me quedo con las palabras del juez Arrecife, Juan José Cobo, que acaba de anular los desahucios de treinta familias: “el impago es fruto de una crisis de la que no son responsables los ciudadanos”.

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