De recuerdos y lunas

Espacios con espíritu

Cuando al hilo del libro que nos regaló José Luis Barrachina Susarte escribimos en particular sobre la atracción de los lugares donde vivió Don Bosco y en general del turismo espiritual, manifestamos el compromiso de traer la magia de algunos espacios que nos han conmovido más allá de la parafernalia extra que ha construido, aun movidos algunos por la fe, la ambición. Cierto es que en muchos casos el reclamo fue lo conocido, pero espantados por lo exagerado descubrimos en algunos lugares un misterio seductor que nos los han convertido en espacios apetecibles e imborrables.

Cada vez nos impresiona menos lo impresionante. Frente a la grandiosidad del homenaje arquitectónico que se hace a lo santo, nos gusta lo sencillo. Porque nos despista lo aparatoso que suele aflorar cuando lo santo se convierte en mercancía. El genio de Buñuel, en "Simón del desierto", denunció el negocio de las reliquias. Cesare Marchi, en su libro "Grandes pecadores, grandes catedrales", nos entretuvo con las peripecias estimuladas durante la construcción de los grandes templos europeos al calor de las competencias burguesas. Alfredo Rojas nos dejó una novela de Roger Peyrefitte, "Las llaves de San Pedro", que denuncia tejemanejes al hilo de lo sagrado en Roma. Por esto, fenómenos como "El código Da Vinci" no nos despertaron sorpresa. La literatura, creativa e histórica, es abundante contra los mercaderes del templo que sucedieron a los mercaderes del templo.

Así, a pesar de evidenciar lo mercantil, nos atrae el turismo espiritual. Porque hay espacios que nos conmueven. Que cada uno se quede con lo que haga vibrar su espíritu. En todos los sitios cuecen habas. En su mayoría para venderlas. Hasta la colina de I Becchi, la humilde aldea donde nació Juan Bosco, ha sido ocupada por la mole de un templo en honor del santo que contrasta con la sencillez de los espacios donde Juanito corrió su infancia.

A mí me emocionan otras cosas. Por ejemplo, en Lourdes nos enamoró el Gave de Pau cuyo curso recorre jugueteando la ciudad. En Lisieux, donde Santa Teresa del Niño Jesús, a la que mi hija debe el nombre, el convento del Carmen y Les Buissonnets. No el grandioso templo que se ha erigido para su gloria en la localidad. Y antes de llegar a aquellas tierras normandas nos conmovieron los misterios de Lascaux y Carnac con sus campos sembrados de menhires. Y los túmulos que se confunden con colinas naturales. La misma sensación sentí en Menorca. Donde nos emocionó la naveta dels Tudons, donde sentimos el mismo halo que nos viene cuando en el Calar de la Santa paseamos entre jaras y tomillos. Similar espíritu que el que se percibe en el Cabezo Redondo, en Terlinques, en Salvatierra, en Montealegre, en la Illeta dels Banyets en El Campello, en Azaila... ¡Lo ibérico! En la provincia de Soria, recomendamos Santa María de Huerta, donde se agota la soledad, camino de Iruecha. En Iruecha, entre encinas y espartos, supimos del posible origen de la Fiesta de Moros y Cristianos. En Roma, sin olvidar el Vaticano –la Piedad–, nos emocionó el panteón de Agripa, tanto o más que el Coliseo, y no menos que las catacumbas de San Calixto. Donde Santa Cecilia. También mucho la vía Apia, que paseada en nuestra juventud nos pareció, descubriendo a tantos amantes, un camino hacia la "Gloria". En Galicia, Lires. Cerca de Finisterre. Aquí, las puestas de sol. Sobre todo en las tardes de viento. Igual que en el faro de Santander. En el camino de Santiago, una pequeña iglesia –la de Villar de Donas– y el castillo de Pambre.

Sirvan sólo de ejemplo.

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