De recuerdos y lunas

Fardos

Desde más allá de los Pirineos y desde nuestra misma Península descienden a buscar el calor familiar. A gozar los besos y abrazos adelantados durante meses, y todas las veces, en cartas y llamadas de teléfono. Los vehículos doblan su altura por los hatos. Son porteadores que emulan, mecánicos y con ruedas, a aquellos porteadores hombres que sobre sus hombros y cabezas transportaban por la selva ajuares coloniales de explorador en los tiempos del Imperialismo.
Hace unos años, no muchos, estos vehículos eran chatarras mercadas de segunda y tercera mano, reparadas con alambres y materiales de cementerios de coches. Hoy, buena señal, la flota se ve mejorada. Símbolo de que han valido la pena los sacrificios del migrar. Por nuestras carreteras, se dejan caer en caravana. El cordaje apretado y compacto de la mudanza temporal empaqueta, más allá de lo material, el símbolo del éxito. Como Reyes Magos de Occidente llegarán a sus pueblos para azuzar al vecindario estático. Los chiquillos del lugar celebrarán con regocijo y ojos abiertos el volumen de regalos. Y los jóvenes, hastiados del poco porvenir donde malviven, ansiarán la referencia y querrán, cuanto antes, ya, ampliar los horizontes. Me imagino la fiesta. Y tras la explosión del desembalaje, vendrá el sosiego y la epopeya de la pelea desde que salieron con lo puesto que era nada. El relato dirá todas las peripecias, las miserias y los placeres. Y la imagen del cuerno de la abundancia en la otra orilla, más al norte, abrirá los apetitos de todos.

En Túnez y en Marruecos he visto muchas casas paralizadas en su construcción, a medio terminar. Aparentemente nos parecen abandonadas, pero no lo están. Cuando preguntamos a los paisanos, nos dicen que son las casas que construyen los emigrantes para cuando su regreso que nunca desechan. Así, son casas que se edifican a plazos con los jornales ahorrados y las jornadas estacionales de los que se fueron. Que como todos los que se han ido, siempre piensan en volver. Quienes un día el hambre los arrojó más allá de los campos y de los montes de su infancia, sueñan siempre con volver a instalarse entre las arenas que pisaron sus pies de niño. Y lo malo es que aún volviendo el hombre, el niño nunca vuelve.

La emigración es una ruptura hacia no se sabe muy bien dónde. A veces es un salto al vacío. Estos que entre fardos vemos regresar, aunque sea temporalmente, son la parte óptima del trasiego. Pero cuántos se han quedado en el camino de la ilusión de, algún día, volver. Cuando paseo por los parques veo rostros que han venido del sur, o del este, o del oeste. Y en estos rostros que yo veo, veo también la frustración de la pelea. Porque no siempre salen las cosas tan bien como las imaginó la ilusión. Un accidente, la mala suerte ha podido estropear todos los sueños. Los sábados por la mañana en la oficina de Correos se aprecia el trajín del mandar las remesas que alimentan a la lejana casa familiar. Y se les ve cansados y felices. Sus rostros son los de aquellos que miran lejos. También los veo en los locutorios donde transmiten la voz a los suyos para testificarles que siguen vivos. No se sabe hasta cuando, pero siguen vivos. Lejos, muy a lo lejos, les esperan muchos abrazos. Entonces yo me recojo en casa y aprecio más el calor familiar. Y ya sé que en esos fardos que decíamos al principio además de regalos de jauja llevan todos los besos acumulados en la esperanza. Feliz viaje les de Dios.

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