¿Cómo están ustedes?

Felicidades y recuerdos

Esta semana ha cumplido cincuenta años mi amigo Jesús Carrasco Belmonte. Otro de la quinta que se nos adelanta. Uno nació cuando nació y aquí no hay elección. Y Jesús Carrasco nació un veintiuno de febrero. Aunque no sé si yo, estimando el otoño, me esperé a conciencia a que llegara septiembre, apurándolo. Con Jesús compartí mi infancia. Cuando recuerdo aquellos años no los puedo ver sin él. Por esto, en este año de recuerdos, quiero dedicarle en esta semana de su cumpleaños esta columna.

Foto: Es el día de mi comunión. Comulgué solo. En septiembre. Veintisiete de septiembre de 1970. Nadie ha sabido explicarme por qué. Mi madre no está para contármelo. Es un día soleado y estamos en el balcón de casa. Desde este balcón todavía se ve plena la sierra de la Villa y hacia el norte hasta el Grec. Es un horizonte amplio. Casi nada estorba ni a los soles ni a los campos. Aún no se han levantado todos los edificios que con el nuestro convertirán al Paseo en un patio de vecinos con humedades. En la foto estamos, a la derecha, Jesús; en el centro, María –la tía de mi madre, la chacha María del Rabal, María Pérez Cabanes, hermana de mi abuela Josefa–; yo, a la izquierda. La tía María viste de negro, algún luto eterno de aquellos lutos eternos. Jesús lleva una elegantísima chaqueta azul azulete –Jesús siempre ha sido muy elegante–, pantalón corto blanco, zapatos y calcetines blancos. Yo de comunión. De marinero de comunión. Pero yo no quiero entretenerme en esta foto entrañable porque estamos demasiado quietos para lo inquietos que fuimos.

Así que imagínate, amigo Jesús, que es mediodía de un día de entresemana. Que hemos salido del colegio y volvemos a nuestras casas. Pero antes de comer aún tenemos tiempo para juegos. Imagínate que la puerta principal del edificio donde vivo es una puerta que se abre sin timbres, sin llaves echadas. Imagínate que subimos en el ascensor porque todavía no hay leyes que limiten la edad para subir en el ascensor. Sabemos que no debemos tocar el botón de parada. Ni el de alarma. Alguna vez los hemos tocado y, en seguida, Ofelia –la del primero– o Pepita –la del segundo– nos ha echado un grito que nos acojona. Imagínate que subimos y en mi casa no hay nadie. Y no tengo llave de mi casa. No importa. Como otras veces, sí imagínatelo, tomo carrerilla o tomas carrerilla y de un golpe seco abrimos la puerta. Entonces eran puertas débiles. Las cerraduras no se echaban. Así que entramos. Imagínate que entramos en mi casa y, los dos solos, se nos ocurre coger una caja de cerillas. Se nos encienden los ojos. Vamos al balcón y nos dedicamos a encender los mistos. Uno, otro, otro... Uno detrás de otro. Sin parar. Escondiendo la prueba del delito entre la tierra de las macetas. Este es el divertimento de aquel mediodía. También abríamos en abanico la varilla de las cerillas –un papel encerado– y hacíamos una pequeña bola con la cabeza del misto dentro. Y las prendíamos consiguiendo una peste particular. En fin... Esto por no contar los palizones que me dabas jugando a las canicas o cuando por el Paseo los patines.

Luego, cada uno a su casa, a comer. Por cierto que recuerdo tu casa como laberinto de juegos para nosotros. Y la bondad de tu familia. Y la imagen de tu padre leyendo y escuchado música. O escribiendo. En braille. Y siempre alguna frase amabilísima y educada hacia nosotros. ¡Qué tiempos! ¡Qué belleza tu amistad!

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