El Diván de Juan José Torres

Feliz año 2011

Ese es mi deseo sincero y sin mentiras. Todos sabemos que en estos tiempos navideños la tradición nos rescata la ternura, los reencuentros se suceden y los alejados vuelven a casa. Se establece incluso una tregua en los conflictos cotidianos y afloramos amor, concordia y amistad. No me consuela la parafernalia, es más, me entristece. Porque estos días tan señalados y entrañables, que enseñamos la bandera blanca y nos volvemos generosos, es un espejismo. Pasado Reyes volverán las insensateces y las paranoias. Aquí te pillo, aquí te doy, y el ojo por ojo y diente por diente volverán a provocar sangrías de estupideces.
La Vida es como un viaje en tren. Conocemos la estación de la que partimos, como la fecha de nuestro nacimiento. Ignoramos el final del trayecto, si el viaje nos resultará largo o nos apearemos por avería, descarrilamiento o vaya usted a saber. Más que el dinero importa en el viaje la salud y la felicidad, pues la buena economía puede que depare un compartimento más confortable, pero ciertamente incómodo si estamos delicados o nos sentimos desdichados. El viaje de la Vida es el mismo para todos y su trayecto más importante que su final, como Ulises en su viaje a Ítaca, porque puede que el desenlace no nos guste al ser un destino sin retorno.

En el coche que nos ha tocado comenzamos a relacionarnos, estableciendo contactos de empatías y también de rechazos. Con la confianza que otorga el tiempo seremos capaces de entablar amistades, incluso amores, con los de asientos más alejados, de sentirnos a gusto con las gentes cercanas o, si no es así, recorrer otros vagones en busca de nuevos amigos. Unos sacaremos la fiambrera y otros, que se proclaman más dignos, comerán el mejor bufé, pero viajamos por los mismos carriles y compartimos los mismos paisajes. De vez en cuando para el tren y aprovechamos para estirar las piernas, respirar y reflexionar sobre el viaje.

Ocurre siempre que personas a las que hemos llegado a querer se apean en una estación definitivamente y no las volveremos a ver nunca más, ni siquiera con el tiempo de una decorosa despedida. No sustituyéndose ese vacío, porque cada cual es personal e intransferible, su asiento va siendo ocupado por otras gentes que se van incorporando al viaje y nos genera un esfuerzo para un volver a empezar, en un cíclico reciclaje, que a veces nos cansa y atormenta, a veces nos reconforta y seduce. Y el viaje continúa con descansos que nos permiten ilusionarnos con el horizonte que nos espera, o invadirnos las prisas convirtiendo crónica la desesperación.

Hasta que el itinerario finalice para nosotros porque caducó nuestro billete y entonces intentaremos despedirnos honrosamente, con los ojos borrosos, de las personas que compartieron nuestro viaje. La vida es así de sencilla, triste y hermosa. Continúa sin nosotros. Y porque desconocemos el apeadero final me produce melancolía y repelús tanto estrés en los compartimentos propios, donde el alboroto y la hostilidad pueden expulsar la familiaridad y el entendimiento. Piensen si no, aunque sea por un momento, que el compartimento en el que viajamos juntos es nuestro pueblo, nuestra ciudad, donde nos conocemos todos desde viejas estaciones.

Yo no sé cuando será la última parada en la que abandone el viaje y emprenda esa otra ruta misteriosa. Por eso de parada en parada, de andén en andén, es bueno mirar para atrás y recomponer el presente. El siguiente alto en el camino, si lo disfrutamos, será otro privilegio, otro regalo. Hay quienes se pasan todo el viaje, estación tras estación, en estado somnoliento y sin enterarse de nada; los hay que discuten de todo y por todo sin escuchar a los demás y quienes llegan a su terminal arrinconados y solos. Yo sólo os deseo que el viaje sea largo, provechoso y, si puede ser, feliz y compartido.

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