Opinión

Frankenstein o el moderno festero (I)

El pasado 19 de abril, aparecía en la prensa una noticia que decía que habían detenido a un joven de Paterna, de 21 años, por profanar la tumba de su abuelo. Continuaba la noticia diciendo que “el arrestado trasladaba el féretro en uno de los carros que se utilizan en el cementerio con la intención de llevarse los restos mortales a su vivienda. Durante el recorrido, el joven dañó varios nichos más, causando desperfectos tanto en las lápidas como en algunos de los crucifijos que adornaban las tumbas. Finalmente, el joven no pudo llevar a buen puerto su intención, porque los agentes lo interceptaron a las puertas del recinto”. El 23 de ese mismo mes, aparecía otra noticia más escalofriante todavía. El titular rezaba: “Profanan una tumba y hacen caldo con huesos”. El hecho sucedía en Peralada (Barcelona). Al parecer, unos desconocidos abrieron un nicho del cementerio, sacaron los restos de una mujer que fue enterrada hace ocho años y pusieron dos huesos dentro de una olla con agua para hacer caldo. Los mossos d’escuadra encontraron en el suelo un pequeño fogón, un tazón y un cartón de pastillas de caldo de pollo…
A partir de estas dos noticias, recogidas en sendos recortes de periódico hallados junto a sus manuscritos, los expertos que analizan su obra creen que AFD pudo desarrollar y llegar a construir la historia que nos ocupará las próximas semanas.

Hay que decir, no obstante, que Andrés Ferrándiz ya había manifestado cierto interés por las historias de terror desde su más tierna infancia. Según cuenta en su diario, y pasamos a citar textualmente: “Durante la época de la Feria, coincidiendo con la festividad de Todos los Santos, me ponía depresivo porque veía cómo todos los niños de mi edad se echaban novia. Todos mis compañeros de clase habían salido alguna vez con alguna chica menos yo. Recuerdo que sentía envidia al ver cómo las llevaban a la Feria, y como una vez allí les demostraban su hombría asiéndolas por el hombro en el Castillo del Terror, fumando y conduciendo a la vez en los coches eléctricos, besándolas bajo la tela del gusano loco, disparando en las casetas de tiro para conseguirles peluches, plantándose en los cubiletes de la ola para golpear con fuerza esas “peras” prendidas del techo con una cadena, muy similares a las que utilizan los boxeadores para entrenar…

Cada vez que iba a la Feria me hacía la prueba del test del amor. Cuando ponía la mano encima del sensor, tras echar la moneda, la máquina se apagaba. Esta falta de amor correspondido hizo que también tuviera que recurrir a inventarme una novia invisible, como ya hiciera con Peter Pan del Cuartilla.

He de decir que aquella novia, a la que nadie podía ver, me trajo por la calle de la amargura. Aquella novia era de Cañada y todos los sábados me tocaba ir a por ella haciendo dedo. Aquella relación sólo me trajo problemas, sobre todo económicos, ya que cada vez que salía con ella tenía que pagar dos viajes en la Feria, comprar dos tostadas de ajo en el bar de los Salesianos, pedir dos bolsas de “rosas” en el Buen Gusto o abonar dos cartuchos de castañas en el puesto del castañero. Aquel ritmo de vida resultaba excesivo para mi escueta paga semanal. Además, engordé casi quince kilos en menos de seis meses alegando que mi novia era anoréxica y yo tenía que comerme todo lo que ella se dejaba. Un domingo por la tarde, le prometí en los sillones del Venetto que algún día me compraría una moto y la llevaría al Cloe de Biar, a La Triángulo de Castalla, a la Dafnis de Caudete y a la Pink Panther de Bañeres. Durante unas fiestas de Moros y Cristianos, unos amigos de mis padres me sorprendieron abrazándome y amándome a mí mismo en una tribuna. Yo hacía como que la enrollaba dentro de una capa, y le ofrecía matas de alábega. Recuerdo que después de revolcarme sobre aquella mujer inexistente, hecha de aire y de ilusiones, mi cuerpo olía a tabla de madera y a humanidad. Ese mismo año, después de la Retreta, decidimos dejarlo. Lo único que lamenté fue haber tenido que trabajar todo el verano en el campo para poder pagar dos pases de la Troya.

Aquella ruptura me convirtió en un ser huraño y esquivo. Bajo aquella tristeza, recuerdo que en las tardes de noviembre subía a la cambra de mi casa y en la penumbra escribía relatos estremecedores. Escribí, por ejemplo, un cuento inspirado en la leyenda de Drácula, en el que un excéntrico personaje con aspecto de vampiro, que vivía en el Castillo de la Atalaya, salía todas las noches a partir de las doce a morder el cuello de las villeneras. La mordedura de aquellos colmillos les quitaba a las mujeres las ganas de desfilar. El vampiro, nacido en Transilvania pero con familia en Villena, era conocido casualmente con el nombre de El Conde Kalacoff, aunque nada tenía que ver con el mundo de la fontanería, ya que la acción de la historia se desarrollaba en el siglo XVII. Para repeler su presencia, la gente hacía y colocaba en sus casas morteros de ajo. Aquel ser era indestructible, y sólo podía morir si se le clavaba el palo de una estornija en el corazón… Continuará.

P.D: ¿Son los mossos d’escuadra una brigada policial encargada de controlar durante los desfiles a las Escuadras Especiales? ¿Son los Caballeros de la Mano Alada una Escuadra de hombres afeminados?

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