Gallinero
Los cines han cambiado. No diremos que para mal. Tampoco del todo para bien. Según se mire, hay cosas que son positivas. Otras no tanto. Los que no apreciamos el cine sino como mero pasatiempo porque el cine fue sólo entretenimiento de domingo, porque nos echaran lo que nos echaran íbamos sin más e íbamos a merendar, nos falta una cultura cinéfila exquisita. Efectivamente, nos echaran lo que nos echaran, nos lo zampábamos; como la merienda que nos acompañaba. No había selección previa. Íbamos porque íbamos. A pasar la tarde del domingo. A entretenernos y ya está. Era la sesión doble y continua. Y la merienda era: Bocadillo, plátano y alguna brocería que comprábamos en el bar.
Los cines eran grandes. Aquí no engaña la memoria que suele distorsionar, transcurrido el tiempo, la dimensión de las cosas, agrandándolas en el pasado. No en vano, Charles Dickens pone en la minuciosa memoria de David Copperfield, novela de remembranzas, lo que sigue: Las calles me parecieron angostas. Como es natural. Creo que las calles que sólo hemos conocido de niños nos dan siempre esa impresión cuando, al cabo de los años, regresamos a ellas.
Pero los cines que frecuenté de niño y que recuerdo grandes es que eran grandes de verdad. El cine de los Salesianos era y es grande. Y grande era el Cervantes. Y ya enormes el Chapí, el Avenida y el Imperial. Éste último, de grande y hermoso, monumental. Que nos perdíamos por sus pasillos frecuentando aquella zona con televisión que permitía seguir el fútbol los domingos. Y nos sentíamos dentro de un palacio subiendo por esa escalera verdaderamente imperial que era, precisamente, como la de los palacios de todos nuestros sueños. Y todos los cines tenían gallinero que es como llamábamos, generalizando el espacio, al piso de arriba; si bien, el gallinero más gallinero que conocí fue en el Chapí, aquí con varios pisos. La memoria me lo trae como verdadero gallinero, sobre todo en el último nivel, porque ahora esta rebelde memoria que va por libre, ve a pesar de la oscuridad de la sala una vieja grada vertical hecha con listones de madera y me trae a las gentes que veo sin rostros determinados sino iluminados destellantes por el reflejo de la proyección como verdaderas aves de corral encaramadas al palo, doblados los espinazos. Bullicio, mucho bullicio, y un roído de pipas ponen sonido al recuerdo.
Y el cine de entonces huele a pipas y también a altramuces y torraos. Los altramuces me recuerdan otra trastada de las más comunes que pasaban en aquellos cines. Me contaba mi padre que una broma era lanzar altramuces propulsándolos al apretarlos. Así eran aquellos cines que yo ya no veo.
El otro día fui al cine con mis hijas. La sala era cómoda pero muy pequeña. Los asientos confortables y con un adaptador para los más pequeños. El sonido fabuloso. La imagen de magnífica calidad. Aire acondicionado... Pero estábamos y estuvimos solos toda la película. Así, por pequeña que fuera, la sala se me hizo enorme en la oscuridad. El olor a palomitas ya perpetuo en estos lugares nos mareaba. Solos, cuando se apagaron las luces, eché de menos el nervioso jaleo infantil aplaudiendo y gritando el comienzo de la fantasía. Aplausos, gritos y paterío que se repetía en los momentos de emoción y... Olor a palomitas que de buena gana hubiera cambiado, a todas todas, por el aroma de aquellos panecillos rellenos, rebozados y aceitosos que comprábamos en el Cine Avenida por la ventanilla del Capri haciéndosenos la boca agua. A todas todas y por lo que valieran.