Fuego de virutas

Heridas en el aire

Un "árbol al caer deja en su ausencia una herida en el aire". El aserto, algo misterioso y que nos atosiga porque dibuja un vacío tangible, lo leímos en "La bestia del olvido", esa novela de Ángeles Corella que nos ocupó con gusto por marzo pasado. Un árbol cae y deja una herida en el aire... Y resulta que llevamos meses –¿acaso un año?– viendo en el horizonte de madrugada una cicatriz invisible. Y resulta que era eso, cicatriz-herida de un árbol ausente, cicatriz-herida de una palmera que había hecho mía en mis caminos tempraneros. Una palmera que muriéndose ha sembrado de llaga el aire de mis amanecidas, magulladura que con el tiempo es remiendo vano, cosido de ausencia, al alba. Cuando ya no vemos lo que veíamos. Sí, era eso.

Todas las mañanas, camino del instituto, nos dirigimos hacia levante. Muchas veces, el sol naciente deslumbra la ruta convirtiendo la carretera en un río intenso de plata. O de oro. Según días, según la fuerza de la luminosidad. Río gris de metal y serpientes. En el horizonte, a contraluz y con mucha belleza, se recortaba una palmera –"columna hacia la aurora" que dice un verso hernandiano o... "La que araña los luceros" o... "La que se arroja de bruces contra el Sol", que dicen otros versos del poeta de Orihuela–, una palmera que ya no está. Y no estando, sólo nos queda la herida de su ausencia. Fístula visible por ser invisible. Intocable pero presente porque ya no vemos lo que veíamos. Porque en nuestro horizonte de alborada ya no está lo que estaba, sino presencia de su ausencia de herida en el aire. Esto, no viendo lo que veíamos, es lo que veníamos echando de menos al mirar por las mañanas.

En nuestras madrugadas hemos perdido en el horizonte de albores una traza de ese orgullo aldeano de estas tierras: Alto soy de mirar a las palmeras —escribió Miguel Hernández, con el que seguimos, dolido de "ciudad cojitranca", afirmándose el poeta sobre una selva de aceras, escaleras y ascensores, sobre pisos encerados, sobre timbres y alarmas, sobre asfaltos, sobre mecánicas jaurías, cláxones y tranvías, sobre cristales, sobre "árboles, como locos, enjaulados", sobre la "creación ultrajada por orines", sobre electricidades, sobre rascacielos/rascaleches, sobre el metro, "subterránea y vasta gusanera", sobre...

Al perder nuestra palmera matutina, perdiendo su perfil, hemos perdido nuestro orgullo de aldea, huerto y fuente, orgullo de nuestras pequeñas querencias madrugadoras. Porque era hermoso ese recortarse suyo al contraluz, cegándonos el sol a chorros, perfil salpicado de esbeltez estallada en su cumbre de palmera hoy derrumbada. Igualmente, siguiendo por la tarde al sol, hacia Murcia, por los márgenes del río, nos acompañaban palmeras en hilera que ahora, por ser muchas y muertas, son hecatombe. Los mochos decaídos. Más heridas en el aire. Palmeras extintas, víctimas del afanoso gorgojo rojo. Ese picudo voraz que las devora en sus entrañas. Como nos devoran las putas enfermedades.

Y al tiempo que los insectos insaciables han perforado sus troncos para agostarlas, las palmas caídas y difuntas de nuestras palmeras, nuevas infraestructuras ferroviarias avanzan removiendo con mucho desorden las tierras negras, asentando puentes, achicando barros, perforando sierras... Dibujando por aquí y por allá un paisaje que por más humano resulta inhumano. Trajines de camiones gigantes, volquetes acerados, terremotos en la Vereda Buenavida, camino de huerta que conduce a los secanos minados de madrigueras de la Dehesa de Pinohermoso. ¡Buena vida, Pinohermoso!... ¡Qué topónimos tan bellos! Grúas ciclópeas que elevan pesados hierros al cielo. Un cielo cada vez más huérfano de palmeras en su horizonte. Horizonte pleno de heridas en el aire.

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