El Ordenanza

Jet lag

El Ordenanza. Capítulo 37

Escena 1

–Buenos días, Avelino. ¿Qué le pongo?

–Buenos días, Enriqueta. Póngame un kilo de tomates, por favor.

–¿Se ha enterado de lo del cambio de hora de esta noche?

–Sí, lo repitieron varias veces en el informativo de ayer noche.

–¡Ya ves tú! ¿Pa qué narices montan esos follones? ¿Algo más?

–Pues creo que para aprovechar la luz solar, pero no me haga mucho caso, que no lo tengo muy claro. Póngame dos lechugas.

–¿Le pongo alcaciles? ¡Mire qué hermosos los tengo hoy!

–¡Sí que son grandes! Ponga dos kilos y mañana hago un estofado. ¿Tiene piñones?

Escena 2

–¡Hombre, Avelino! ¿Qué marcha me llevas?

–Buenas, Joaquín. Comprando suministros, que todavía no hemos aprendido a no comer.

–¡Buah! A mí me tocó ayer. Esta noche nos quitan una hora de vida, ¿eh? Que no se te olvide cambiar los relojes.

–Ya nos la devolverán en otoño, no te preocupes. Y lo de las horas... ahora con los móviles todo va automático.

–Yo es que no me entero, Avelino, eso no está hecho para mí. Estoy muy chapao a la antigua.

–¡Pues hay que actualizarse, hombre!

–Ya me pondré las pilas cuando me jubile.

–Bueno, Joaquín. Me subo a casa, que Aurora me estará esperando.

–Dale recuerdos de mi parte.

–Descuida. Saluda a Vicen.

–¡Venga!

Escena 3

–Pues, nada más por nuestra parte. Pasen una buena noche de sábado y no olviden que a las dos, serán las tres.

–¿Te apetece más moje, cariño?

–Creo que ya tengo bastante. Me voy a comer una naranja y me subo a escribir un rato.

–Yo me voy a poner una película que echan en la 2.

–En un ratito bajaré por si te has dormido.

–No te preocupes.

–Pero no te vas a quedar toda la noche en el sofá, mujer...

–Ni tú toda la noche escribiendo, ¿no?

–No te preocupes, cariño: me espero a las dos, cambio la hora y me acuesto.

–Muy bien, Avelino.

Escena 4

La tenue luz de un flexo invade los rincones del despacho en la casa de Avelino. Son las dos menos diez. No tiene sueño. Esperará a cambiar la hora en los relojes. Escribe a mano para no molestar a Aurora, que duerme en la habitación de al lado. Mientras la tinta va impregnando la celulosa del papel en el que escribe, piensa en qué sucede en la hora que no existe, de las dos a las tres. ¿Es, realmente, una hora perdida? ¿Una hora negra al año?

El minutero del reloj de pulsera que le regaló Aurora para sus bodas de plata va aproximándose al número doce, marcado con un pequeño punto plateado. A estas horas, normalmente, lleva un buen rato dormido pero, esta noche tiene insomnio. Piensa en los efectos del jet lag. ¿Si alguien permanece despierto en la hora que no existe, tendrá náuseas?

Las dos en punto. Avelino lleva su mano derecha a la corona de su reloj. Siente, claramente, las estrías de acero bajo sus dedos, bajo su mano, una mano que comienza a moverse despacio, secuenciada. La luz del flexo parpadea.

Asombrado, mira a su alrededor. Una antigua foto de su abuelo llama su atención: el hombre comienza a mover los labios. “Ahora el mono se va al espacio”, le dice. El bigote del padre de su padre, empieza a multiplicarse. De su centro emergen grandes ojos y, el vello se transforma en negras alas de cuervo.

Avelino es consciente de su respiración, de su pulso, de cómo las paredes palpitan al ritmo de su frecuencia cardíaca, cada vez más acelerada, tanto  que los muros empiezan a agrietarse, dejando pasar una luz de neón rosa. El tempo es fortíssimo.

De pronto, silencio.

Las paredes de su despacho caen. La mesa se alarga formando una pasarela en mitad de un oscuro y estrellado lago caleidoscópico. Avelino avanza, ligero, cubriendo muchísimo terreno en cada paso.

Un castillo de fuegos artificiales empieza a atronar con sonidos de viento metal. En el cielo comienzan a dibujarse unas letras de fuego: “sígueme”.

El ordenanza se detiene. Ha llegado, por fin, al otro extremo de la mesa. Del suelo emergen brazos y rostros humanos que comienzan a elevarse formando un zigurat.

Avelino no duda, avanza. Sube. En el horizonte, una sonrisa... dos sonrisas... tres... una voz... ruido blanco... rojo burdeos. “Debes encontrar la sabiduría”. “Debes buscarla donde nadie la va a encontrar”.

Alcanza la cima y del cielo baja la bola de disco mística. La forman mil millones de sardinas que ríen histéricas con las cosquillas que les producen los destellos de los flashes.

Bajo la bola, aparece una silueta levitando. Es el Gran Gurú. El sabio de todos los sabios: Barry White. Lentamente, el santón, deshace el turbante que le ciñe las sienes y abre sus tres ojos de luz cegadora. Es Barry, pero también es Buda, Jesucristo y Mahoma, que ha encontrado su montaña y, con su voz telepática, le enseña:

–Avelino, voy a ofrecerte el secreto de los cuerpos celestes. Cuentan que la luna es una mentirosa, porque cuando nos quiere hacer saber que crece, formando un “C”, realmente, mengua. Date la vuelta y regresa.

Nuestro hombre gira sobre sus talones y descubre una muchedumbre con los brazos levantados hacia él. Lo cogen en volandas y lo van trasladando hacia un ascensor en mitad de un incendio de cerebros líquidos, que lo elevan mientras entonan el sagrado mantra:

–Monjamonjamonjamonjamonjamonjamonjamonjamonjamon.

Un tren fantasma atraviesa el espacio entre él y la realidad de su cuerpo, que es depositado en el interior de un taxi conducido por Jarvis Cocker.

Llegado hasta aquí, Avelino gira la corona de su reloj de pulsera que pasa de marcar las dos a marcar las tres.




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