Opinión

Joaquín Flor Nácher, el último carretero de Villena

La distancia no siempre se calculaba en kilómetros como ahora, aunque este dato se supiera, sino en horas o en días de viaje…

Exceptuando el ferrocarril, el carro como principal medio de transporte terrestre es una estampa desconocida para la juventud de hoy, aunque no tan lejana en el tiempo, pues hasta casi mediado el pasado siglo era corriente, y los mayores lo recordamos, ver carros por nuestras carreteras compartiendo el tráfico con los vehículos a motor, e incluso a un modelo de vehículo de tres ruedas para transporte ligero, hoy prácticamente desaparecido, se le llamó de forma híbrida motocarro.

Tampoco estará de más recordar que la distancia no siempre se calculaba en kilómetros como ahora, aunque este dato se supiera, sino en horas o en días de viaje, pues la duración del mismo dependía de que fuera terreno llano o montañoso, y también del estado del firme, pues si había muchos baches existía el peligro de vuelco si se iba deprisa. Una mula al paso se desplazaba a unos diez kilómetros por hora por carretera, y un burro a unos siete kilómetros, pero las cuestas, si el carro iba cargado, eran duras de subir, y a veces, con la necesaria ayuda del carretero apoyado en un varal del carro, se hacía en forma de zigzag, lo cual era posible porque el peligro de encontrar un camión subiendo a bajando la cuesta casi no existía; y si aparecía, la pericia del chófer y la lenta marcha del vehículo resolvían fácilmente la cuestión esquivando el carro. Naturalmente, todo esto es historia, y la he referido como introducción para lo que sigue, porque quiero contar algo de la vida de Joaquín Flor Nácher, el último de los muchos carreteros que tuvo Villena.

La permanencia de este carretero con su oficio, cuando ya el transporte estaba totalmente mecanizado, se debió principalmente a la escasa anchura de las calles de tipo morisco del casco antiguo de Villena, donde, cuando se precisaba derribar obras viejas para levantar nuevas, las labores de retirada de escombros primero, y el aporte de materiales de construcción después, no era posible realizarlas con camiones, y tampoco eran muy adecuados los motocarros, vehículos que, aunque podían maniobrar en dichas calles, no servían por su escasa capacidad de carga y se dedicaban especialmente al reparto urbano, pero Joaquín Flor tenía un carro de los llamados gordos en la jerga del oficio, adaptado a la carga y descarga de áridos en el que se podían cargar hasta mil quinientos kilos, y tirado por dos mulas, una de ellas grande entre las varas del carro y otra más pequeña en reata, con el que podía circular por cualquier calle y doblar esquinas sin problemas. El tamaño de las mulas –aclaración que hago para que lo entiendan los jóvenes y por la anécdota que contaré luego- se comenta porque la mula de varas, la que iba uncida al carro y que hemos llamado grande por su volumen y altura, era de las mulas o mulos normales híbridos de burro y yegua, cuyos ejemplares se asemejan más en su alzada a la madre, pero si la hibridación se produce entre caballo y burra, el tamaño del cuerpo y la alzada del animal resultante es intermedio entre el de ambos padres, y en este caso se le llama mula roma o burdégana si es hembra, o mulo romo o burdégano si es macho. También hay que decir que la nobleza de carácter de los híbridos de burro y yegua es mayor que la de los procedentes de caballo y burra, o sea, que, en cualquier caso, en la herencia predominan las cualidades de alzada y temperamento de la madre sobre los del padre.

Aunque conocí a Joaquín poco tiempo después de mi llegada a Villena en 1963,  no llegamos a intimar, pues la amistad se redujo al saludo cuando nos veíamos, que no era muy a menudo por la disparidad de nuestras ocupaciones, él carretero y yo funcionario, y -aquí viene la anécdota- la vez que más hablamos unos años después fue precisamente en el almacén de materiales de construcción de Francisco Velasco, en la calle de San Francisco, local destinado actualmente a cocheras, a donde fui a comprar un poco de yeso para fijar algunas losetas sueltas del piso donde vivía. Era invierno, y yo iba con traje y corbata, un traje que, por mi propensión a engordar, se me estaba quedando estrecho y decidí usarlo a diario, y esto fue lo que le despistó, pues me tomó por el clásico señorito de ciudad que, por desconocimiento, teme la proximidad de animales grandes.

El carro con las mulas estaba dentro del almacén con la zaguera hacia la calle, a la derecha visto desde la entrada, y a poco más de un metro de la pared, con espacio de sobra para pasar y por el que decidí entrar en el local. Al final de este pasillo estaban Francisco y Joaquín, y como Francisco me conocía bastante por mi profesión de Agente de Extensión Agraria, me llamó invitándole a pasar, y así lo hice, pero cuando llegué a la altura de las mulas entre la pared y el carro, me detuve, di media vuelta y volví sobre mis pasos para entrar por la parte izquierda, lejos de las mulas. Entonces, Joaquín, con esa socarronería tan villenera y exenta de malicia, soltó primero el típico “¡rejodeeeer…!”, y después comentó algo así como que los señoritos se asustaban de las mulas. Como la situación resultaba un tanto cómica, y Francisco y él se reían, yo también me reí siguiéndoles la corriente, pero luego, en serio, le dije: “Mira, Joaquín: No le tengo miedo a las mulas, pero esa que llevas de reata es hija de burra, y debe tener mal genio porque cuando ha notado que iba a pasar junto a ella, ha hecho tres cosas que tú sabes muy bien, como torcer el cuello para verme mejor, doblar hacia atrás las orejas, y masticar como si llevara chicles en la boca, por lo que al pasar yo, por lo menos me iba a sorprender dándome un golpe con el morro, y hasta puede que un bocado en la corbata”.

Joaquín se puso serio entonces. Soltó otra vez el “rejoder” villenero, pero sin guasa, al que añadió el no menos villenero “¡noooo…!”, y dijo más o menos que se había equivocado conmigo porque la mula habría hecho exactamente algo parecido a lo que yo había previsto, y que estaba esperando que sucediera para reírse a gusto, pero que yo había demostrado conocer bien el ganado, y me pidió disculpas. Le contesté que no tenía importancia, porque de más joven fui arriero, y también carretero como él, por lo que podíamos considerarnos colegas en el oficio.

Joaquín Flor Nácher nació en 1928, y murió al comienzo de este siglo con 72 años, los últimos de los cuales padeció de Parkinson, enfermedad de la que se dio cuenta pronto porque le costaba seguir el paso de las mulas, datos que agradezco a su hija Milagros y a su nieta Esher, así como las fotografías. Para mí fue una suerte conocerle. Sirva este relato como homenaje, y descanse en paz el último carretero de Villena.

Por: Rafael Moñino Pérez

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3 comentarios

    1. También estuvo de carretero Antonio Hernández Sánchez más conocido como el Relleno muy amigo de Ximo siempre salían juntos en los Marruecos con el cañón. Ellos fueron los últimos carreteros de Villena.

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