El Diván de Juan José Torres

La bandera de España

Hace dos semanas firmé en esta misma sección un artículo titulado “La banderita del juzgado”, hiriendo la sensibilidad de algunos ciudadanos de bien por alguna expresión, probablemente inadecuada. A las personas sensatas y ofendidas les pido público perdón, al falangista que quiso intimidarme en absoluto. Es más, si el haber hecho el servicio militar satisface el honor patriota ya cumplí el cometido con creces. En el 83, con 27 años y casado me incorporé a filas, experimentando esa primera aventura, o secuestro legal, en el Cuartel de Reclutamiento de Colmenar Viejo, y una vez jurada la bandera, tras un mes de instrucción, me dieron destino.
Una Compañía de Sanidad en el Cuartel General Arteaga, en el barrio madrileño de Carabanchel Alto. A los dos meses aprobé un curso de Auxiliar de Maestro Armero en unas dependencias de Artillería en Boadilla del Monte y regresé a mi puesto como armero de la Compañía, de modo que fui el responsable de la custodia de todo el armamento, el de la guardia y el de los oficiales. Y a la confianza del buen uso de ese polvorín tenía que responder con mi vida, si fuese necesario. Normas castrenses al son de la Patria y su Bandera.

Icé la bandera en el mástil cada uno de los días y la saludaba en cada cambio de relevos. Esa bandera, la de todos y nuestra, nos cubría en cada pabellón de esperanza y amparo. Pero comprendí que el uso gratuito de su símbolo no era igual para todos, pues pude comprobar en primera persona que un buen número de oficiales, desde sargentos a comandantes, repostaban sus vehículos particulares en los depósitos de combustible del cuartel, reclutaban a fontaneros, pintores, electricistas y albañiles para sus privados asuntos domésticos y se llevaban los mejores géneros de las cocinas adulterando sus facturas e inventarios.

Hechos gravísimos impensables de denunciar so pena de recibir una pública bofetada, un arresto ejemplar o un Consejo de Guerra. Jauja impune para unos, disciplina implacable para otros bajo el paraguas de la misma bandera, la misma española que teníamos que saludar y enaltecer entre dianas y cornetas. Comprenderán ahora ustedes que esa hermosa bandera, roja y gualda, era la tapadera perfecta para el hurto de la cúspide y la resignación de la tropa. Entenderán ustedes que esa patriótica bandera, siendo la misma para los políticos corruptos, los banqueros codiciosos, los parados sin esperanza, los pensionistas desprotegidos o los españoles sin techo, no genera los mismos sentimientos.

Este firmante, junto con mis setenta y tantos compañeros de trabajo, llevamos varios meses sin cobrar y sin perder ni un día de obligación laboral. Por eso considero que la bandera patria puede servir de placebo en muchas ocasiones, de guía espiritual en momentos de orgullo, de emblema nacional en rivalidades fronterizas, pero poco más. Quienes deben velar por los ciudadanos, resolver sus problemas, garantizar su tranquilidad, proteger su salud, dotarles de educación y cultura, estimular confianza y alegrar su futuro no son las banderas queridas, cantadas y añoradas, sino los gestores, administradores y políticos. Perdónenme los que se sintieron incomodados, pero las Banderas que reclamo son las de la justicia, la sensatez y la dignidad.

Banderas que no son de obligado cumplimiento y no ondean en las astas de los modélicos edificios.

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