Opinión

La calor, la sudor… y las moscas apegás

El verano es horrible en Salvatierra. La escasez de sombras y de agua, unidas al bochorno y la humedad, convierten este rincón del mundo en un verdadero infierno durante los meses de estío. El verano es complicado y terrible en Villena para un hombre como yo: un místico nosaliente que vive a la intemperie, que no dispone del carné de socio de “la Agrícola” y que ha de soportar en sus pálidas carnes, durante casi cuatro meses, desde junio hasta septiembre, los estragos que producen la calor, la sudor, las exaltaciones de madrinas y cargos festeros y las moscas apegás.
Por todo ello, para poder hacer frente al calor sofocante que impera en la sierra, y ante la imposibilidad de instalar el aire acondicionado en este castillo debido a la falta de infraestructuras y recursos económicos, he decidido comprarme un bidón de acero inoxidable, muy parecido a los que utiliza el Chambilero para trasportar en su carromato la horchata y los coyotes a los parajes de Bulilla, las Cruces y el Grec. De este modo, las horas en las que el calor es más intenso las paso metido dentro de éste práctico bidón. He de reconocer que es algo estrecho e incómodo, pero por fin he podido aplicar todos aquellos conocimientos que adquirí en aquel curso que se titulaba: “Técnicas de contorsionismo para poder tomarse un cubata en la Troya”. La verdad es que en el interior del bidón se está muy fresco. Todo es cuestión de acostumbrarse, aunque la sensación, a veces, sea muy parecida a la que se siente cuando te están practicando una resonancia magnética.

Y es que, definitivamente, a juicio de mi psicoanalista, las radiaciones solares, las altas temperaturas y los sobresaltos que me llevo todos los sábados cuando disparan los fuegos artificiales en honor de las madrinas, han hecho mella en mi cerebro. Últimamente he tenido espejismos y mi mente alberga en su interior terribles alucinaciones. Todas las noches, desde que empezó el verano, se repite la misma pesadilla: de repente me encuentro solo y perdido en un inmenso desierto. Voy vestido de Estudiante, o sea, que llevo puesto un traje de terciopelo negro. El sol me da de lleno, y me arrastro tambaleante por las dunas, dando traspiés, como una cucaracha bajo los efectos del Cucal. Siento como mi cuerpo se escalda y se derrite poco a poco y empiezo a sentirme como los trabajadores de las pollerías; como los muslos del castañero; como aquel señor que asaba la carne en el Toledano. Mi desodorante me ha abandonado y huelo peor que el contenedor que hay enfrente de Las Anclas. Lo peor de todo, es que me he puesto ese traje porque me habían dicho que los Estudiantes y los Moros Nuevos son los que más ligan. Hay un estudio reciente, basado en un gran número de testimonios, que certifica este dato. Por el contrario, los trajes de Ballestero, Almogávar y Marino Corsario son los que ejercen menor poder de atracción sobre las féminas. Voy vestido de Estudiante, pero en el desierto las posibilidades de obtener sexo son muy remotas. Tengo hambre, sed y ganas de compañía, pero no hay nadie. Presiento que tengo menos posibilidades de sobrevivir que un japonés vestido de pirata participando en un encierro de los Sanfermines.

Dicen que cuando estás a punto de morir haces un repaso de toda tu vida en tan solo un instante. Entonces recuerdo algunos momentos inolvidables, como aquel programa de Noche Vieja en el que se le salió la teta a Sabrina, o el concierto de Alaska en la Pachá. De repente, también me acuerdo de “Verano Azul”, la serie televisiva que marcó a toda una generación, y me doy cuenta de que estoy más desorientado que el Tito y el Piraña en aquel capítulo en el que a Bea le bajó la regla. Y recuerdo aquella pelea entre Pancho y Javi: Pancho, con ese aspecto de vendedor de coco, y Javi, tan rubito, tan mono, con su carita de Moro Nuevo. Y me acuerdo de la pobre Desi, tan poco agraciada físicamente, con sus gafas y su aparato en los dientes, y de Julia, y de Chanquete, aquel viejo marinero con aspecto de embajador del bando Moro que nos dejó a todos los niños huérfanos con su muerte. Pero a quien recuerdo con mayor cariño es a Quique, aquel niño tan callado que pasaba siempre desapercibido y con el que siempre me identifiqué. Quique era soso y aburrido como yo, y de haber nacido en Villena seguro que no saldría de nada. ¿Qué coño pintaba Quique en aquella cuadrilla? ¿Por qué se le dio tan poca importancia en la serie?

Tras aquellos recuerdos, sigo avanzando por el desierto. De pronto diviso a lo lejos una especie de oasis que parece habitado. Sus habitantes son muy hospitalarios, pero están tristes porque una especie de Ley Seca ha prohibido las garrafas. Nada más llegar, me sale al paso una señora mayor que lleva una camiseta que dice “Villena ¡te vamos a poner guapa!” y me ofrece una bolsa de sequillos. Me como unos cuantos y empiezo a sentir que me ahogo de verdad. Me echo las manos a la traquea y pido que me quiten la gola. Continúo avanzando y, de pronto, cuando estoy a punto de morir asfixiado, aparece un señor con un fez y una cantimplora. Me la extiende, la abro, le pego un buen trago, y compruebo que aquella cantimplora contiene pólvora, que aquel hombre es un arcabucero, precisamente el mismo arcabucero que desfiguró mi rostro aquella tarde de septiembre en la puerta de la Salvadora, mientras me comía un cartucho de altramuces…

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