La cargante persona de la ventanilla
Los poderes invisibles, pero absolutamente influyentes, de la sociedad actual, han ido consolidando, con sutil maestría, la ceguera de millones de ciudadanos. En realidad, han conseguido mejorar las estrategias de los que han gobernado en los siglos precedentes para implantar visiones asumidas por todo el mundo y disfrazadas de aparentes democracias, en oposición a los viejos Estados Absolutistas. Hoy las personas, quizás como ayer, posiblemente como siempre, somos incapaces de mirar a la otra orilla con reflexivos análisis y tan solo entendemos, con preocupante superficialidad, los problemas que existen en la ribera que pisamos.
Accedemos al banco, por ejemplo, tomamos la vez y nos alegramos sobremanera de que solo hay una persona como cliente por delante de nosotros. Está en ventanilla gestionando cosas suyas y sabemos que somos los siguientes en ser atendidos, pero nos equivocamos. Esa persona consume casi media hora de tiempo y miramos nuestro reloj, haciendo cábalas primero de cuándo nos tocará, pensando también que estamos perdiendo la mañana con la prisa que llevamos y maldiciendo, en las conversaciones con los otros clientes en cola, a la cargante persona que nos está robando el tiempo.
Casi la mayoría coincide en que la persona responsable de tanta espera es ese señor o esa señora que, si tantas cosas le urgía resolver, que hubiese madrugado más. Pocos, en cambio, discurren que el causante de tanta demora no es el cliente del mostrador, sino la entidad bancaria por no emplear más personal en la atención del público. Dicho sea de paso me indigna muchas veces que cuando te acercas a corporaciones bancarias existen muchos trabajadores en otras células especializadas, para atención de empresas, para nóminas, para seguros o para venta de pisos, la mayor parte servicios sin excesiva demanda. Sin embargo, en la que necesito, la ventanilla de toda la vida, pululan largas colas para una sola persona de atención directa.
De manera que el culpable siempre es el cliente que iba delante de nosotros por su tardanza, no el banco, al que le importa bien poco que tengamos que esperar. Protestamos, por supuesto que sí, pero al equivocarnos de dirección no obtenemos el beneficio que pretende nuestra ira, perpetuándose así la incomodidad del problema. Este botón de muestra es aplicable a casi todo lo que nos rodea y concierne. Si echa el cierre una pequeña o mediana empresa pensamos que se ha hundido porque no ha sido lo suficientemente competitiva, pero pocos pensarán que los autónomos, en este país, han sido durante décadas maltratados y que no existe una gestión política de auténtica protección.
Si baja la persiana una multinacional en nuestro país para instalarse en una región llamada tercermundista lo justificamos criticando a la presión sindical, no a la poderosa empresa que solo vela por su beneficio propio, no garantizando la estabilidad laboral ni allá donde estaba ni allá donde vaya. Si España vende corbetas o submarinos a Arabia Saudí alegamos riqueza y puestos de trabajo a las compañías fabricantes, no pensamos en que serán utilizadas contra Yemen en un interminable conflicto histórico. Si alguien cae en la desgracia de la pobreza asumimos que no ha sabido luchar lo suficiente, no que el Estado, con sus desiguales políticas sociales y económicas, no recupere ni ampare a los sectores más desfavorecidos.
Si Siria hace un genocidio a población civil con armas químicas apoyamos la intervención militar de EEUU, Francia y Reino Unido, ignorando por completo que los conflictos bélicos internacionales ya no se resuelven en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, sino en las alianzas de países privilegiados por intereses económicos y comerciales. Somos incapaces de pensar que la ONU es un circo de apariencia noble en tanto no se democratice profundamente, derogando el Derecho de Veto a las cinco naciones más poderosas. Somos incapaces de diferenciar que los asesinatos y los genocidios son los mismos si los causa un ácido o una ráfaga de metralla y que la forma no debe alterar el orden del producto. No obstante, el ácido químico nos resulta sobrecogedor e inhumano, y nos parece que una bomba convencional resulta menos dolorosa.
Cinismos, mentiras, hipocresías nos rodean en los mensajes televisivos cuando condenan una barbaridad y no reprueban su inmediata respuesta, otra atrocidad pero disfrazada de panacea. Siria es culpable de su crueldad, Rusia culpable por complicidad; pero los buenos de la peli, USA, R.U. y Francia, son también culpables. Todos culpables de no evitar los conflictos para vender sus armas, culpables de inventarse guerras donde no existían, culpables de intentar dominar el mundo por estrictos intereses estratégicos y culpables de torear a la ONU a su antojo. Y culpable el banco, nunca la cargante persona de la ventanilla.