Opinión

La Comunión de Joaquinito (I)

Estimados lectores: el domingo pasado tuve el placer de asistir a la Comunión de mi sobrino Joaquinito. La verdad es que ya estaba tiempo sin verlo. Precisamente desde el mes de octubre, cuando me lo llevé a la Feria de atracciones, experiencia que, como tal vez algunos recuerden, casi me cuesta la vida. Todavía hoy me duelen las espinillas cuando cambia el tiempo, y conservo los morados en las piernas de todas las patadas que recibí aquel día, pues ya os dije que Joaquinito pertenece a esa nueva generación de consumistas insaciables que quieren tenerlo todo al instante y que, en el caso de ser contrariados, se tiran al suelo, patalean y se enganchan a morderte los camales del pantalón. Esa generación de niños que creen saberlo todo; que saben que los Reyes son los padres, pero que a su vez piensan que sus padres son los abuelos. Esa generación de niños y niñas que están apuntados a todo; inscritos a todo; que al salir del colegio van a clases de mecanografía, de solfeo, de informática, de inglés, de tenis, de yoga, de dibujo, de saxofón, de punto de cruz, de truque y de encaje de bolillo si hace falta. Esa generación de niños que sabe Kárate, Judo, Kung-fu, Tai chi, Kioku sin kai, Full contact, Kick boxing, Taekwon-do, Aikido y Jiu jitsu, mientras que yo, el único arte marcial que puede aprender en la vida (aunque también el más práctico), fue el de “la-patá-en-los-güevos-y-a-correr”.
El caso es que, como os decía, el domingo fui invitado a la comunión de mi sobrino Joaquinito. Para ello, bajé a la ciudad desde Salvatierra en ayunas, con el estómago completamente vacío, recordando aquella creencia de cuando éramos niños en la que te decían que no se podía comer nada antes de comulgar. La verdad es que, ante semejante advertencia, ya no sabías si te iban a llevar a la iglesia o al ambulatorio para que te hicieran un análisis de sangre.

Para la ocasión, y debido al fuerte calor reinante, tuve que sacar y ponerme la barba de verano, y guardar la de invierno hasta el mes de septiembre, colocándola dentro de una bolsa llena de naftalina para evitar el ataque de las polillas.

De este modo, me presenté a las puertas de la iglesia de Santiago con mi barba de verano, mis pantalones de pinza, mis zapatos negros de punta de cohete, y una camiseta de Fontanería Calaco metida por dentro del pantalón, para que pudieran verse a la perfección la correa de cuero, el móvil y el manojo de llaves. Después de la ceremonia fuimos a tomar un refresco en una de las terrazas del paseo Chapí. Allí los hombres no paraban de hablar de fútbol, y algunos arcabuceros comentaban lo bien que había quedado la calle Nueva después de las obras de reurbanización y su apertura al tráfico. Enseguida pensé que era una pena que la Mahoma no llegase a Villena todas las semanas. Seguro que de ser así, la plaza de toros sería una mezquita parecida a la de Córdoba y se hubiera conseguido ya hasta el soterramiento de las vías del tren. De todos modos, preferí no decir nada para no levantar ampollas ni sospechas.

El ambiente estaba cargado de laca y perfumes. Había trajes y complementos para todos los gustos. Pero entre tanto “cutre-glamour”, me llamó la atención el hecho de que en ninguna familia faltara el típico primo adolescente que se presenta ese día, para vergüenza de sus padres, con los pantalones elásticos negros, las botas de militar rebosantes de betún, la melena con olor a suavizante, la camiseta de Iron Maiden recién sacada de la caja del Discoplay y que va de un lado a otro, con los pulgares metidos en los bolsillos del pantalón y sin tener con quien hablar.

Por su parte, los niños y niñas no paraban de correr y gritar por el Parterre, comiendo polos, llenándose de chorreras, revolcándose por el suelo agrietado, echando a perder y ensuciando sus trajes de novia y marinero. Parecía que en vez de El Cuerpo de Cristo hubieran tomado el cuerpo de un pirata en la Losilla.

Después de beberme tres horchatas con Cantueso, aproveché para darle el regalo a Joaquinito. Cuando lo destapó, advertí ciertos síntomas de decepción en su rostro. De todos modos, lo peor fue la forma de reaccionar de sus padres. Mi regalo era un bonito álbum de sellos. Al parecer, Joaquinito esperaba que fuese una video consola, y sus padres, según puede averiguar después, habían invertido gran parte de sus ahorros en el Forum Filatélico. Continuará…

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