Opinión

La Comunión de Joaquinito (II)

Joaquinito se había empeñado en comulgar de almirante, como la mayoría de los niños de su edad, y sus padres, para no ser menos que el resto, habían accedido a comprarle un bonito traje. Joaquinito no se conformaba con un álbum de sellos, ni con un puzzle de 3.000 piezas, ni con un diario de tapas nacaradas, ni con un libro recordatorio, ni con una caja de rotuladores Carioca, ni con un globo terráqueo, ni con un juego de cubiertos de plata grabado con sus iniciales. Joaquinito había puesto una lista de juguetes y regalos en el Corte Inglés. Joaquinito quería irse de viaje a Disneyland-Paris para celebrar su Primera Comunión al lado de Pluto y de Mickey Mouse. Joaquinito quería que le hicieran un reportaje fotográfico y una película de video. Joaquinito no se conformaba con una merienda o una chocolatada. Él quería un banquete en un restaurante con carne o pescado a elegir. Todo como en una boda. Y es que, a decir verdad, ya sólo falta que los niños se vayan con sus amigos de despedida a Benidorm el fin de semana anterior a recibir el Sacramento, y que aparezcan empresas de monaguillos que hagan streep-teases tolerados para menores, o que se contrate a una catequista para que haga de go-gó y salga de la tarta en medio de la fiesta cantando “alabaré, alabaré, alabaré a mi Señor”…
Así que, con el fin de complacer al niño, y con el objetivo de poder costear todos los gastos que ocasionaban la celebración y el convite, los padres de Joaquinito se habían visto obligados a recurrir al endeudamiento a través de créditos bancarios. De todos modos, esto no era ninguna novedad, ya que los padres de Joaquinito también solían recurrir a los préstamos, al pluriempleo e incluso a los negocios ilegales y a los asuntos turbios para poder salir de festero todos los años. Y es que, sin ir más lejos, el padre de Joaquinito había llegado a dedicarse a la reventa de pollos asados los domingos por la mañana (al parecer, un hombre había llegado a pagar hasta 100 euros por medio pollo, una tarrina de ajo y una ración de patatas a palico). También se había visto involucrado en algunos escándalos de corrupción, como el caso de la compra de jueces en los concursos de parchís, truque y dominó del Ecuador; en una oscura trama relacionada con la trata de faroleros y timbaleros procedentes de China; en un asunto relacionado con el alquiler de rebecas y de sillas de la cocina a gente forastera que había venido a ver la Cabalgata, y en otros relacionados con la falsificación de tickets de bebida y pases de la Troya, el tráfico de petardos, sequillos y bombas fétidas, la extorsión de algunos miembros de la comparsa de Andaluces para poder quedarse con los mejores juguetes del Contrabando y la exportación de barbas de Marrueco de lujo elaboradas con pelo de visón.

A pesar de todo, el convite fue realmente entrañable. Después de comer, durante la sobremesa, nos repartieron a todos los invitados un portarretratos con la foto de Joaquinito vestido de almirante. No faltó tampoco el típico niño que se había bebido más de veinte coca-colas, además de otras tantas fantas, helados y bolsas de golosinas, y que acabó en el curandero de guardia para ser medido de urgencias con el pañuelo; ni el típico aprendiz de mago que se dedicó a hacer trucos con los palillos y los tapones de la sidra y que hizo además algunas figuras de papiroflexia con las servilletas de papel y las cajetillas de tabaco vacías; ni, por supuesto, el típico familiar, que tras volcarse un cubalibre por la camisa, con un puro y un clavel tras la oreja, dijo: “Vámonos al Karaoke”.

Así que allí acabamos todos: cantando viejos éxitos de Víctor Manuel, sudorosos y descamisados, observando el escote de las camareras, preguntándonos qué íbamos a hacer ahora con la foto de Joaquinito, dónde coño la íbamos a poner…

Y es que al final iba a tener razón el padre aquél, el de la anécdota, el que se presentó en el Juzgado con su hijo de nueve años para que hiciera la Comunión por lo civil. No andaba muy desencaminado el hombre. Y es que, pensándolo bien, sería ideal: imagínense por un momento a todos los niños vestidos de Berebere, o de Corsario, o de Masero, arrodillados sobre el escenario del Pabellón Festero, y el concejal de Fiestas, o la concejala, elevando al cielo un mortero de ajo, diciendo para acabar la ceremonia: “Podéis ir al Warynessy en paz”…

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