El Diván de Juan José Torres

La infanta Cristina

Para quienes no me conocen les confesaré que no soy monárquico, que cuando estudiaba la historia ya se me atragantaron los reinados de un sitio y otro, que no me entraba en la cabeza que tuvieran reyes y nobleza sangre azul y que, con el paso del tiempo, que unas monarquías despóticas y absolutas dieran paso a otras ilustradas no cambiaron mi absoluto rechazo, que no desprecio, hacia ellas. El cuento chino de que eran designados por orden divina y por los siglos de los siglos siempre me pareció espantoso y ridículo.
España ha sido cuna de reyes y a los emisarios romanos les sucedieron los godos y visigodos, califas musulmanes y reyezuelos provincianos, rodeados de duques y marqueses, hasta que los Reyes Católicos entraron en escena y la historia se colmó de monarcas sádicos, eruditos brillantes, mediocres oportunistas y saqueadores de colonias. Nuestro rey es de la saga de los borbones, cuyo curriculum, más que glorioso, es de pena, exceptuando a Carlos III, por la escasez intelectual de los antecesores y por acumular riquezas a costa de sus súbditos.

Tras el paréntesis de las dos repúblicas y exiliado en Estoril Don Juan de Borbón, poco patriota y militar de la corona británica pero con cuentas en Suiza, el rey Juan Carlos es nombrado sucesor de la Jefatura de Estado al abdicar su padre y extinguirse el régimen franquista. El monarca abandera la transición y cobra celebridad al oponerse al golpe de Estado del 23-F, aunque las malas lenguas defienden que estuvo detrás, retirándose a tiempo para asumir el rol de héroe más que el de jerarca y verdugo.

Este rey, prototipo borbónico, ha utilizado la inmunidad que le confiere la Constitución para hacer y deshacer a su antojo. Mujeriego empedernido, emisario de negocios particulares, experto en caídas náuticas, alpinistas y diplomáticas, pésimo embajador, cazador indiscreto y monarca no votado por el pueblo, sino proclamado por unas Cortes no democráticas y a través de un referéndum constitucional, se atreve a insinuar que la imputación de su hija Cristina causa sorpresa y presiona a la Fiscalía General para que prospere su recurso. ¿No recuerda el rey lo que dijo en su mensaje navideño? “La Justicia es igual para todos los españoles…”, excepto si el juez Castro encausa a su hija.

Yo en la Justicia creo más bien poco, por no decir nada. Ella misma me ha demostrado sus debilidades y contradicciones. Peca por exceso, ensañándose con autores de delitos de poca monta o gentes absolutamente inocentes y peca por defecto, evidenciando mano ancha para delincuentes de gomina, chaqueta, corbata, frac y glamour. Por eso dudo tanto de que su Alteza Real acabe en los tribunales, porque tiene sangre azul y una imagen que defender, porque su padre es el rey y la Casa Real es un búnker acorazado. La Fiscalía ha presentado recurso contra el auto de imputación, argumentando que no hay elementos de juicio ni pruebas fehacientes de su implicación en el caso Noós.

No obstante, me permito adelantarme al veredicto de la Audiencia Provincial de Mallorca. La esposa de Urdangarín quedará al margen del caso y libre de toda sospecha. Poderosos intereses seguirán presionando para que el nombre de la Casa Real no se deteriore más. Hasta el Gobierno y el PSOE están preocupados por la angustia que se vive en Zarzuela; hasta el titular de Exteriores, Margallo, ha comentado el daño que hace a la Marca España, como si ignorara que el desprestigio viene de lejos, de estelas de corrupción y políticos desaprensivos; hasta el portavoz del PP, el señor Pujalte, se lleva las manos a la cabeza por tanto acoso a la máxima Institución.

Pero yo sólo escribo que si Cristina no sabía de los negocios de su marido es tonta, continuando la vulgaridad de la saga; y si estaba al corriente es cómplice, por ocultar delitos e irregularidades. Quien pernocta con un ladrón acaba de su misma condición.

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