Vida de perros

La palabra hecha basura

Si hace medio milenio buena parte de la diversión en la Corte la ocuparon juegos lingüísticos tal como aquel ingenioso Entre el clavel y la rosa, su majestad escoja. O si hace alrededor de un siglo la grandeza de la palabra nos conmovió el alma con los imponentes discursos de grandes hombres y mujeres (desde aquel Un fantasma recorre Europa hasta el He tenido un sueño); hoy día la palabra resulta un motivo nada despreciable para caer en el derrotismo, la indiferencia o la indignación. Vivimos la condena de escuchar poco más que tópicos, recurrencias y despropósitos. Hoy, de todo aquello sólo queda el “sacrificio necesario”, la “situación heredada” y la “confianza en la recuperación”. La merma en la calidad de la palabra es evidente.
Basura. Actitudes y discursos que en lugar de tener en cuenta los desmanes, la incompetencia y las fechorías, se acomodan en palabrería endeble, en excusas de mal pagador y en salidas de tono: hemos de devolver a la sociedad lo que la sociedad nos ha dado (¡váyase usted a la mierda señora Botella!). Actitudes y discursos que en lugar de tomar un momento para considerar imparcialmente la realidad que nos atenaza (aeropuertos sin aviones, dirigentes en los juzgados, millones de personas sin trabajo, miles de familias sin hogar, cientos de miles de sueldos pendientes de pago…) se aferran a ese pilar fundamental que llaman democracia. Ni siquiera se justifican con hermosos discursos. La gente de a pie –nunca mejor dicho– tenemos que aguantar frases como es necesario trabajar más y cobrar menos. Y aún así, con la certeza de la subida de impuestos, la subida de carburantes, la subida del agua y la electricidad, parece suponerse que debemos agachar la cabeza y dar todo lo que soporten nuestras fuerzas.

La palabra, en el terreno político, se ha ido a la mierda. Cuando escucho a cierto político decir que lo bueno del reciente logotipo Madrid 2020 es que funciona porque la gente habla de él (aunque lo hagamos porque no nos gusta y porque es un truño) me doy cuenta de la distancia que hay entre allí y acá, en lo poco que somos y en lo poco en que nos tienen. Es decir, que nos tienen por idiotas, tan idiotas que no importa si nos envían una frase que en la boca de Dietrich fue revolucionaria pero que ahora no es más que una forma de menosprecio: qué sabrá el vulgo.

Hoy, en una España que comenzó a pudrirse con el “por consiguiente” y siguió con el “España va bien, va a buen puerto”, hemos llegado a un declive del lenguaje tal que no es de extrañar que Belén Esteban sea llamada la princesa del pueblo, ni que las palabras que emite cada año el usurero “Aiam Emilio Botín” pretendan hacerlas tan relevantes como las del afortunadamente fallecido Ortega y Gasset.

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