Ladrones entre apagones
El famoso apagón de Nueva York tuvo lugar una noche de verano, entre el trece y catorce de julio de 1977. Bastó un error en el suministro eléctrico para desabastecer a la población de luz y brotar, como zombis, las peores miserias: saqueos, pillajes, vandalismos, ultrajes, violaciones y agresiones incontroladas. Esa triste noche no fue testigo de heroicidades ni gestos solidarios, simplemente dio paso a las puertas cerradas a cal y canto en medio del pánico. En España no ha surgido ningún apagón, sin embargo se han fundido las bombillas de la sala de control y han ido apareciendo ladrones de guante blanco disfrazados de empresarios, banqueros y políticos.
Desoladora fue la noticia de que módulos destinados a reclusos peligrosos en la cárcel de Foncalent estén siendo ampliados para acoger no a temidos reos, sino a personajes reclutados de la clase política. Si esto sucede en nuestra provincia es síntoma de que no es un hecho aislado, pues también en otras penitenciarías habrá planes semejantes. En este país hace tiempo que los fusibles no funcionan y cuanta más penumbra hay más acechan los sinvergüenzas; pero estos usureros no son maleantes, bohemios, ni tampoco hambrientos, si así fuese todavía quedarían excusas razonables en épocas de crisis. Estos codiciosos, con hambre de lujos, frivolidades y desenfrenos son ciudadanos de alta alcurnia y respetuosa procedencia y de día son intachables gentes responsables y de noche planifican sus estafas.
Están instalados en el poder como en el sofá de su casa y deciden en la economía, en la política y en las finanzas. Con una nación temblorosa por tanta sacudida y asustada por un futuro rebosante de dudas, con una dignidad atropellada y un comportamiento estoico, es inadmisible que gentuza como Gerardo Díaz Ferrán, hasta hace dos días Presidente de la gran patronal CEOE; Rodrigo Rato, expresidente del FMI y hace nada de Bankia; Iñaki Urdangarín, yerno del rey, o inmaculados políticos como Santiago Cervera, secretario del Congreso que recoge sobres vestido de carnaval, o Rafael Blasco, sempiterno conseller valenciano, enriqueciéndose de dineros destinados a cooperación, hayan pensado que el país es suyo y la tesorería de todos sea particular.
Desde luego que hay muchos más y saldrán a la luz con taquígrafos en tiempos venideros, pero tanto imputado y tan grotesca corrupción delata que este país está enfermo y podrido, dando más náuseas la pasividad de quienes debieron evitarlo y no lo hicieron y la parsimonia en atajar este crónico problema desde la raíz. Nuestros gobernantes se escudan en que a estos indeseables ya les meterá mano la Justicia en las causas denunciadas y pendientes, mas esto no me consuela, porque además del proceso judicial debe imponerse un código ético que fulmine a la mayor brevedad posible a los defraudadores políticos.
Alberto Fabra, nuestro presidente, confía en que los exconselleres imputados dimitan de sus distintos cargos por dignidad, pero mientras unos asumen sus trapicheos y abandonan el sillón otras, como Milagrosa Martínez, se niegan en rotundo. Sería necesario pues que se establecieran unos mecanismos éticos mediante ley y quienes lo incumplan fueran cesados automáticamente de sus cargos, expulsados del partido, inhabilitados de por vida y defenestrados políticamente, amén de las consecuencias penales en el ámbito jurídico. Porque políticamente deben depurarse responsabilidades y exigir comparecencias públicas, asuntos éstos que en nuestra querida España no tenemos costumbre. Miren por dónde me dan ganas de presentarme como acusación particular para un estafador empresario que quería que trabajara más y cobrara menos, para un banquero que nos roba en las narices descapitalizando ahorros y con comisiones abusivas, y para unos políticos infames que han adulterado mi confianza y evaden mi dinero; mas no podré hacerlo porque las nuevas tasas judiciales me iban a arruinar.
Pero que mi impotencia no les tranquilice. La paciencia, de tanto insultarla, también caduca.