Al igual que el Drácula de Bram Stoker se inspiró en, entre otros referentes, la figura histórica de Vlad Tepes ‘el Empalador’ -un tema del que volveré a hablarles en breve, dicho sea de paso-, la Carmilla de Sheridan Le Fanu y otras criaturas vampíricas de género femenino han bebido de otro caso real particularmente horripilante: el de la condesa Erzsébet Báthory, aristócrata húngara del siglo XVI a la que se responsabiliza de ordenar el asesinato de más de seiscientas doncellas con la intención, además de deleitarse contemplando las torturas a las que eran sometidas y escuchando los llantos y gritos que aquellas proferían, de bañarse en la sangre de aquellas muchachas obcecada en la creencia de que esto la mantendría eternamente joven.
Este episodio, tan fascinante como terrible, ha sido llevado al cine con mayor o menor fidelidad en diversas ocasiones: en lo que va de siglo se han rodado al menos dos películas sobre el mismo, la más reciente dirigida, escrita y protagonizada por la actriz Julie Delpy (véase más arriba la imagen de la cabecera). Y antes que ellas, a comienzos de los años setenta, la británica Hammer Films estrenó La condesa Drácula con Ingrid Pitt y el cine español aportó la muy digna Ceremonia sangrienta a cargo de dos figuras recientemente fallecidas: el director Jordi Grau y la actriz Lucía Bosé, esta última inolvidable encarnando a la Báthory. También ha inspirado un par de novelas gráficas, firmadas por dos autores tan alejados entre sí como Pascal Croci y Raúlo Cáceres. Pero ha sido la letra escrita el territorio donde más fértil ha resultado la herencia de esta noble europea: al margen de algunas propuestas más recientes -me acuerdo, por ejemplo, de la estupenda novela Ella, Drácula de Javier García Sánchez-, dos fueron las obras maestras de la literatura del siglo XX, ambas de idéntico título, que parieron sendas escritoras a las que siempre conviene reivindicar. Y ambas, reconocidas y reconocibles como poetas por encima de cualquier otra consideración... lo cual me parece particularmente significativo.
La primera que cayó bajo el embrujo del mito fue la francesa Valentine Penrose, fallecida en 1978, y que al margen de sus cinco poemarios y otros textos puntuales ha pasado a la historia precisamente por su obra La condesa sangrienta: una excepcional novela lítica (o un extenso poema en prosa, si se quiere) en el que refiere con sumo detalle todo lo acontecido desde los orígenes del linaje de su temible protagonista hasta su juicio y posterior emparedamiento en una estancia de su propio castillo de Csejthe. Estamos pues, no podría ser de otra forma, ante el relato de una historia grotesca y el retrato de un personaje abominable; pero que en la pluma de la poetisa gala se transforma en una pieza de una belleza sublime que, como en cualquier ejemplo del Arte en mayúsculas, no puede contarse y ha de ser experimentada en primera persona.
En su más reciente edición a cargo de WunderKammer, el libro de Penrose se abre precisamente con un extracto de La condesa sangrienta de Alejandra Pizarnik: en concreto, se trata de los primeros párrafos del libro que la escritora argentina, autora de Extracción de la piedra de la locura y amiga personal de Julio Cortázar y Octavio Paz, consideraba como el resultado de la destilación de su estilo. En esta obra, el más extenso de sus textos en prosa, Pizarnik -que en 1972 se suicidó por sobredosis a los treinta y seis años de edad- recoge el testigo de Penrose, y fascinada por la obra de su predecesora vuelve a aproximarse a la figura de Erzsébet Báthory pero esta vez de forma mucho menos prolija aunque igualmente sugerente, alcanzando unas cotas de lirismo que brota de unas simas tan abisales como las que solo una poeta tan atormentada y genial como ella podría alcanzar a explorar.
Al igual que la obra de Penrose, el texto de Pizarnik se ha publicado en más de una ocasión, pero la edición que servidor ha manejado es la de Libros del Zorro Rojo, la cual cuenta con la inestimable aportación de Santiago Caruso: el arte de este ilustrador, bonaerense como Pizarnik y particularmente interesado por la literatura gótica de terror (ha versionado obras de Lovecraft, Bierce y Chambers), suma los colores negro y rojo de igual modo a como aglutina la hermosura más exquisita y el horror más extremo, dando como resultado un trabajo que se nos antoja tan magistral como el texto al que acompaña, y que haría las delicias del primer Clive Barker de los Libros de sangre... por si les sirve la referencia.
Para terminar esta columna, aprovecho la ocasión para hacerme eco de que WunderKammer también ha publicado el volumen La surrealista oculta, con traducción de Marie-Christine del Castillo-Valero y prólogo de Elisabet Riera; estamos ante una recopilación de textos de Valentine Penrose profusa en referentes esotéricos y en imágenes de una gran sensualidad y erotismo lésbico. Debe señalarse que por más que su compatriota Paul Éluard la definiese en su día como una de las poetas más eminentes del país vecino, esta integrante del grupo surrealista durante los años veinte y treinta del siglo pasado se ha visto sistemáticamente ninguneada en las antologías que han venido recogiendo el legado del movimiento de André Breton y compañía, lo que en complicidad con la notoriedad adquirida por su propio libro sobre Erzsébet Báthory la ha ido hundiendo cada vez más en un injusto olvido en tanto que autora de las vanguardias. Sirva pues este volumen, y de paso también la presente nota, como un intento de resarcir su figura... que en resumidas cuentas puede considerarse como un nombre más a integrarse en la cuantiosa nómina de víctimas de la Condesa Sangrienta.
La condesa sangrienta y La surrealista oculta (Obra reunida) de Valentine Penrose están editados por WunderKammer; La condesa sangrienta de Alejandra Pizarnik está editada por Libros del Zorro Rojo.