Los abolicionistas
Con el título ya podría estar dando un enfoque cachondo a este artículo. Y es que algunas feministas nos dan argumentos poco serios. Sin embargo, la realidad es que tan abolicionistas son ellos como ellas sin importar como se pongan para mear. La clave está en que no se puede abolir lo que estos activistas reclaman muchas tardes a las puertas de las plazas de toros. Durante la última feria de Valencia, en la explanada que se abre ante las puertas de los tendidos de Sol, muy cerca de la estatua que nos recuerda al malogrado Montoliú, encontré unos manifestantes que nos abordaban con consignas y pancartas antitaurinas en las que se leía algo que costaba creer. Tauromaquia, dos puntos, abolición.
Traté de explicar a la simpática y aguerrida abolicionista que me tocó en suerte que lo único que se podría abolir, en el mejor caso, serían las corridas de toros. Pero el odio que salpicaba literalmente la boca de esta mujer era arrollador y hacía imposible el diálogo. Me hubiese gustado mucho haber encontrado la manera de serenarla y poder argumentarle algunas de mis opiniones. Le hubiese contado que las corridas de toros ya fueron abolidas en dos ocasiones con la llegada de los Borbones, que no sólo nos aportaron el absolutismo y la pérdida del Peñón, valga la ironía. Felipe V y sus acólitos, entre los que se encontraban lo ancho y largo de la Grandeza de España, abolieron unos festejos taurinos que por aquella época eran protagonizados por nobles a caballo auxiliados por mozos a pie. Estos mozos, incipientes toreros, eran personas rudas y habituadas al trabajo en las fincas y cortijos de los petimetres. Ni que decir tiene que los nobles siguieron sin rechistar las órdenes del monarca francés. Poco a poco estos zafios toreros retomaron el mando y volvieron a celebrar corridas a pie mientras la Corte se desbarajustaba con los efímeros reinados de los hijos del finado, Luis I y Fernando VI.
Al llegar de Nápoles Carlos III volvió a abolir los festejos en un momento en los que ya no pudo contener al pueblo llano español, aficionado desde siempre a los juegos taurinos. La consecuencia de esta abolición fue precisamente el comienzo del toreo moderno pues supuso, además de una fiesta y una diversión, un hito de manifestación patriótica y de rebeldía contra las modas extranjeras. Años después, mientras muchos españoles se dejaban la sangre en la Guerra de Independencia al mismo tiempo que los Borbones hacían mutis por el foro, comenzó una reacción en cadena que elevó las corridas de toros a la categoría de Fiesta Nacional. A partir de aquellos años se empieza a tener noticia de los primeros matadores míticos formados en las dehesas del campo bravo de Ronda, Sevilla y Chiclana de la Frontera.
Pedro y Francisco Romero, Pepe-Hillo y Francisco Montes Paquiro, como máximos representantes de estas escuelas en dicha época comenzaron a ordenar la lidia, a los lidiadores y a los espectadores. Cada uno de ellos fue redactando unos manuales a partir de la propia experiencia que se usaban como referencia para el desarrollo reglado de los festejos. Desde entonces y en torno a todo ello, son mil y una las vertientes y manifestaciones artísticas que permiten afirmar que la tauromaquia no se puede abolir como no se puede abolir la música. Otra cosa es que las corridas sean arte para unos y una salvajada para otros. En ese caso, los abolicionistas harían muy bien en luchar incruentamente por su abolición. Esto es lo que traté de explicar sin suerte a la primera abolicionista que se cruzó en mi vida.