De recuerdos y lunas

Los muertos

Hay veces que sueño con ellos. Tal y como fueron. Bueno, a algunos los reconozco por el testimonio de la memoria heredada, por como me dijeron que fueron. O por alguna vieja fotografía. Y en los sueños que sueño me dicen cosas sensatas de vivos. No son espectros.

En estos sueños, el aire es lento. La luz tenue. Las distancias, esféricas. Nos movemos –se mueven– tardos como con plomo en los pies. Sintiendo una presión de aire espeso que va envolviendo los movimientos. No me suena que haya contacto. No recuerdo abrazos, acaso un soplo cerca del oído, un murmullo de aliento. Y siempre se me aparecen, aun estando cerca y viéndolos delante de mí, como alejados, como si hubiera otro mundo suyo que ocupa, como burbuja, el mundo mío. Un mundo mío que tampoco lo es porque la mayoría de las veces los espacios de estos sueños son espacios también perdidos. Que ya no están. Y es un porche con losas de simón más amplio de lo amplio que era. Unas veces con la mecedora en el rincón de la escalera, otras veces sin ella. Y es una despensa húmeda que siempre olía –y en los sueños todavía huele– a despensa húmeda. Y son unas cambras y unos corrales. La escalera sube hacia la memoria. Precisamente es en la escalera donde principalmente los veo. Justamente en el pasillo que iba de la casa a aquellas habitaciones aisladas de la casa. A aquella habitación donde se colgaban los crucifijos arrancados a los féretros. Y es en ese pasillo abierto a la luz de la escalera desde donde me hablan. Él o ella, ellos o ellas. Muchas veces es ella la que más me dice. Saludándome con su mano blanca que yo no puedo coger. Porque quiero acercarme pero los pies me pesan. Ya lo he dicho, como con plomo.

Todas las puertas están abiertas. Las ventanas no. Pero llega mucha luz por estas ventanas cerradas. Una luz que estalla. Si dijera que tengo miedo mentiría. Porque sé quienes son. Los conozco y me conocen. Me conocen porque pronuncian mi nombre. No el nombre que pronuncia todo el mundo que me conoce cuando me llama, sino el nombre familiar. El que para decirme usan mis hermanos y mis tías. Nadie más. Ni siquiera mis hijas. Ni siquiera mi mujer. El mismo nombre que me decía mi madre. El mismo nombre que me decía mi tía Virtu. Aunque mi tía Virtu me decía otra cosa muy cariñosa.

No tengo miedo. Sólo inquietud. Un desasosiego donde la conciencia y el misterio pugnan. A veces me escapo porque la zozobra aumenta añadiéndose personajes que no reconozco. Éstos suelen aparecer en turbamulta y son ruidosos y provocan que desaparezcan los míos dejando vacíos. Y entonces es una ola fluida que me lleva y me trae. A veces me despierto y controlo y domino el sueño. Otras veces cuando no puedo despertarme me escondo tras una persiana de varas finas donde se me engancha el jersey y cierro una puerta con una llave que da infinitas vueltas. Sin tope. —¿Y los míos? —me pregunto.

El caso es que los he visto subir por las escaleras que suben y me han dicho adiós con el brazo. Pero luego, si acaso he podido subir, he buscado por las habitaciones y están vacías. Algún mueble veo, pero sobre todo veo vacío, un vacío lleno de presencia. Sé que alguien hay o ha estado allí pero ya no está. O sí que está pero yo no lo veo. Porque el aire es aire denso. Un aire respirado. Como bruma. Fosca.

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