Los tiempos de la solidaridad
Porque entiendo que es una obligación suelo leer, cuando el tiempo me lo permite, toda la prensa que cae en mis manos: nacional, provincial y local. De modo que procuro repasar, cuando dispongo de los minutos necesarios, otras publicaciones de la llamada competencia, como el periódico Portada Info, por ejemplo. Como colaborador de EPdV me interesa también conocer qué piensan u opinan los colegas de otros medios, cómo escriben y qué dicen. Así, leí la columna de Francisco Javier Rodenas, articulista que me agrada, y que llevaba por título Malos Tiempos Para la Solidaridad.
En su escritura describe cómo, a pesar que los tiempos actuales no invitan a un optimista espíritu solidario, a veces se produce un milagro que, por no esperarlo, se agradece infinitamente más. Escribía Francisco que al recoger su coche de un estacionamiento en zona azul, alguien absolutamente anónimo y desconocido le colocó en su parabrisas el ticket, ya pagado y con tiempo sobrante, para que lo aprovechara el circunstancial vecino del aparcamiento. Si el generoso donante hubiese querido tirarlo a la papelera habría pagado igualmente una franja de tiempo de más, sin embargo prefirió que se beneficiase otra persona, sin saber ni importarle quién.
Con esta simple historia el narrador ensalza la virtud de un gesto anónimo que genera un favor a una tercera persona, al igual que otros muchos individuos aprovechan el anonimato para ocasionar daños a otras terceras personas. El tejido social es tan complicado que resulta difícil separar y clasificar a las personas en buenas o malas, justas o injustas, generosas o egoístas. Resulta peliagudo entrar en esos juicios de valor tan simplistas porque una persona, generalmente, es capaz de ser todo eso al mismo tiempo. Puede comportarse muy bien durante buena parte de las hojas de su calendario o muchos años de su vida y cagarla, perdón por la expresión, en un pis pas.
La especie humana, cargada de contradicciones e instintos elementales, es así. Capaz de lo mejor y de lo peor, capacitada de entregar lo mejor de sí misma, de heroicidades en situaciones límite, de jugarse incluso la propia vida en un acto de valentía para, pocas horas después o en meses posteriores, convertirse en fantasma excéntrico, acorazarse frente a la sensibilidad y las emociones y hacer gala de una indiferencia atroz. Cansado estoy de escuchar que los golpes escarmientan, que en ocasiones alguien es un compendio de virtudes respecto a otros y nada o poco recibe a cambio, que de buena fe se ofreció tantas veces para ser receptor un trato distinto, que a un abrazo se le puede pagar con una puñalada.
Es entonces cuando muchas buenas personas endurecen su alma, se insensibilizan ante el dolor ajeno y convierten la hermosa solidaridad en un búnker donde habitan el autismo y la individual complacencia. Siempre me llamó la atención que en este mundo hostil y competitivo podemos ser capaces de mostrar nuestra mejor versión a gentes que no conocemos, jugarnos el tipo por ellos y ser absolutamente fríos con quienes más conviven con nosotros, negando el saludo a vecinos o comportándonos con absoluta indiferencia hacia las cosas o hechos más cercanos y próximos.
Podría diagnosticarse a la sociedad un trastorno bipolar, a veces alarmante. Esa misteriosa ley del péndulo donde se nos eriza la piel por un acontecimiento, nos toca la fibra sensible, nos enternecemos y sacamos lo mejor de nosotros sin importarnos nada; pero sin dejar de ser los mismos, en otras circunstancias nos inmunizamos de todo, mandamos a tomar por saco todo aquello que nos pueda alterar y pensamos que hay cosas y problemas ajenos que no van con nosotros.
Somos tan frágiles que nos creemos fuertes. Tapamos nuestras miserias con perfumes y adornos engalanados. Y no sabemos que el secreto radica en no esperar, nunca jamás, nada a cambio de cada buen gesto que regalemos a los demás.