Vida de perros

Macrocolumna

Antes de que alguien me robe la idea voy a declarar éste, mi trozo de página (en usufructo), como macrotrozo de página o, mejor, macrocolumna. Queda aquí declarado y de tal modo pueden ustedes, queridas personas, referirse a ella: Leí en el Periódico de Villena la MacroColumna del chaval de las greñas. Y créanme si les digo que aunque SÍ, aunque con ello hago referencia al MacroConcierto previo a las Fiestas de los Moros y de los Cristianos, NO hago mofa de los grupos reunidos en el cartel, pero SÍ de la denominación grandilocuente del evento. Lástima que la Ultra Súper Macro Plaza de los Toros no esté rematada para el evento y nos tengamos que conformar con la Macro Plaza Portátil. Esa que “de las tres que existen en el mercado no es la mediana, que es la que siempre ponían, sino la otra más grande” (explicación real).
Pero yo poco puedo hablar al respecto. Para mí una Plaza de Toros (de los toros prefiero, mejor “de matar toros”) es poco más que un espacio donde está permitido el suicidio. Y ahora hablo de José Tomás. No crean que no procuro seguir la carrera del diestro, siempre he sentido un irrefrenable impulso por el tema del suicidio. Y es que si dejamos los grandes trabajos del matador para centrarnos en su obstinada inclinación suicida, atisbamos el vicio de la herida propia, el placer de la propia carne lacerada, la necesidad de saciar la seca arena del ruedo con nuestra sangre. Si me hubiera encontrado en el caso de Amenábar hubiera preferido rodar a José Tomás antes que a Ramón Sampedro. Pero Alejandro es de otra generación y bastante entretenido estuvo ingeniando el mecanismo que sacaba la camarita por la ventanita. Pero retomemos el tema: el espacio del suicidio. Morir o matar dicen algunos amantes del toreo. Mientras, algunos nos miramos con cara de bobo sin terminar de entender por ejemplo lo de la igualdad de condiciones. Luego, algunos menos, perdemos el sentido porque creemos recordar que no es legal el suicidio. ¿Me permitirían conducir por una carretera desierta a doscientos quince por hora y estrellarme contra un muro de hormigón? ¿Aunque existieran posibilidades de salir airoso? ¿Cerrarían las autoridades la carretera para tal fin? ¿Contratarían una UVI móvil? Y ahondando en el asunto, ¿volverán a vendernos alcohol después de las diez de la noche, o todavía no se les ha pasado la tontería? ¿Podrían obligar a dar Religión en Inglés? ¿Y en Arameo? Da igual. Ese no era el tema.

Retomemos el asunto. José Tomás… ¡No! Perdonen, pero ese hombre es una obsesión para mí. El tema. Sí. El Macroconcierto organizado por las más altas instituciones culturales de nuestra ciudad. Bien. Les diré por qué me disgusta tanto que se denomine así al evento, una cita a la que me muero por asistir. Resulta que si un cartel de un concierto compuesto por un grupo de relevancia nacional, otros de relevancia provincial y otros con simpatía local, se merece el añadido de un elemento compositivo que lo magnifique respecto a un “simple” concierto, vamos arreglados. Tal, paranoia diría, empeño es el que me viene resultando cada vez más irritante: aquello de Pink Floyd, esto de U2, y ahora lo de Macroconcierto. Diré que Motorhead sí fue un hito real en nuestra historia musical, como lo fueron algunas actuaciones organizadas por los de las Mil Pesetas. Pero no esto de ahora. Ese empecinamiento en el superlativo merece una reprimenda que convenza a quien corresponda de que lo mejor es llamar al pan, pan, y al vino, vino. De que cada propuesta es digna por sí misma. De que al engrandecerla sólo transmiten desconfianza en ella.

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