Mansión y casta
Recuerdo que siendo todavía un niño y degustando apetitosos platos en un renombrado restaurante con mi familia, alguien increpó a mi padre. El sujeto fue indiscreto e inoportuno, pues ni tenía relación personal con mi ascendiente ni era el lugar apropiado. Sin diplomacia alguna le dijo: Para ser un conocido rojo qué bien se cuida usted, ¿no le da vergüenza?. A lo que mi padre le respondió sin inmutarse: A mí me gusta comer bien, como a todo el mundo. Ojalá todas las personas pudiesen comer con decencia todos los días, pero esta comida no me la paga nadie, la pago yo con el esfuerzo de mi trabajo y estamos celebrando el cumpleaños de mi mujer. ¿Le queda claro?.
Con este ejemplo intento explicar que un puntual capricho o un eventual lujo no está reñido con determinados principios o ideas políticas. Todo el mundo tiene el derecho a una alimentación decente, una vivienda digna, un trabajo razonable y prolongado, un hogar cálido en invierno y unos ingresos que permitan vivir con decoro. Lamentablemente estos deseos, por muy constitucionales que sean porque están grabados y firmados en nuestra Carta Magna, no existen en las mismas condiciones para todos, pues no hay igualdad de oportunidades ni tampoco reparto equitativo de los recursos y las riquezas.
Que Pablo Iglesias y su pareja Irene Montero, Secretario General y vocera parlamentaria respectivamente de Podemos, hayan decidido comprarse un chalet de lujo en una urbanización es absolutamente legítimo. Que cualquier persona aspire poseer más comodidades y vivir mejor de lo que vive es innegable y lícito, pero la frontera entre la ética o la inmoralidad estriba en la desproporcionalidad o el exceso respecto a lo que cada cual defiende públicamente. Seiscientos quince mil euros es el precio de la casa elegida por los líderes de Podemos, ciento dos millones de pesetas.
Porque el problema de ambos políticos en la toma de su decisión va más allá de sus derechos personales y privados, no en vano han abanderado con sus actos y sus palabras unas líneas rojas entre la moralidad y la depravación. Han protagonizado defensas de ciudadanos ante la amenaza de desalojos y desahucios de sus viviendas, han aplaudido escraches contra políticos del bando contrario, han acusado a la vieja clase política de casta para diferenciarlos de esa nueva formación emergente y distinta que ellos capitanean, han guarecido sus siglas iluminándolas con hermosos mensajes de ética, revolución, igualdad, justicia, extinción de privilegios y una nueva forma de incorporar conductas sensatas.
Si tan públicamente han metido el dedo en la llaga a esa otra clase política viciada de eternos y crónicos errores, evitar la crítica o la privacidad queda en entredicho. Ahora son tan vulnerables como aquellos que tanto reprendían, y se comportan exactamente igual que esos rivales políticos que tanto han enjuiciado por supuestas malas praxis, tan lejanas a la realidad social. Sus tesis argumentando los insalubres comportamientos de los partidos tradicionales se han vuelto en su contra, pues no es de recibo criticar a otros de lo que luego obramos de igual manera.
En agosto de 2012 Iglesias interpeló mediante un tuit al entonces ministro de Economía, Luis de Guindos, por haberse comprado un opulento ático. Así, se preguntaba: ¿Entregarías la política económica del país a quien se gasta 600.000 euros en un ático de lujo? . Quizás el ingenuo Pablo pensaba entonces que esos antojos sólo correspondían a los altos apoderados de las finanzas, dirigentes de las compañías eléctricas o mandamases de la gran Banca; pero que un ministro, representante del pueblo con cargo público, tuviese esa debilidad, es una desfachatez y una provocación, discurriría el dirigente de Podemos.
Al final se tiene que tragar sus propias palabras, producto de su particular imprudencia y, si acaso, pedir perdón por esas aseveraciones si continúa con la idea de instalarse en esa cara urbanización o, por el contrario, reafirmarse en sus sentencias pero renunciando a la mansión. En cualquier caso la contradicción ya está servida, y todo intento de justificar lo inexcusable no hace otra cosa que ahondar un enredo con difícil y airosa salida. Los que no llegan a fin de mes, los jóvenes que vivirán de alquiler toda la vida porque no tienen acceso a una vivienda, tomarán nota, porque la incongruencia espolea a la sospecha, y quién sabe si un día un importante sector bancario le condona la hipoteca como permuta de un cambio: el de la estrategia política que ahora defiende.