El Diván de Juan José Torres

Marta

La obligación de nacer es caminar lo más lejos posible cumpliendo cuantos más años mejor y, si es posible y atendiendo a las aspiraciones personales más fundamentales, ser feliz. Como el billete del viaje es personal e intransferible, nominativo pero caducable, el trayecto expirará en un andén desconocido e ignorando la fecha del calendario. Todos seguirán el viaje hasta que les toque apearse y otros tantos se incorporarán a la aventura porque la vida sigue, independientemente de los turistas que hayan o si viajan en primera, segunda o tercera clase. Al final todos concluyen su turno porque nuestra condena es morir.
Por eso la duración de la travesía la dividimos en etapas que nos recuerdan que seguimos vivos, alegrándonos en cada cumpleaños de que ahí estamos, al pie del cañón, y viviendo en primera persona, desde nuestra ventanilla, los paisajes que nos hacen emocionarnos o llorar, padecer sufrimientos o estallar en alegrías, sentirnos tristes o consolados, solos o protegidos, melancólicos o esperanzados; porque los contrastes panorámicos son multicolores y cada tono nos delata en su reflejo, como las tempestades que dan paso a las calmas o las tormentas que estampan pariendo arcoiris.

Por eso nos alegramos tanto de sumar cumpleaños que merecen las celebraciones del momento, los recuerdos de episodios pasados y las esperanzas en los sueños venideros. Marta, mi hija mayor, cumplió el día de Reyes veintiséis años. No la trajo la cigüeña e ignoro si fueron los Reyes Magos, pues vio su luz primera en plena cabalgata, siendo luz artificial de una sala de partos. Ese milagro cotidiano pero indescriptible era la finalización de un sueño de nueve meses con muchas dudas y deseos, ilusiones y temores, desazones y alegrías, llantos y sonrisas. En el vientre de su madre y mientras pasaban las semanas nos asaltaba una estupidez: cómo sería su voz, ese hilo de voz entrecortada por el llanto y el susto.

Esa vocecita de recién parida domina hoy idiomas y vocablos, cansada de viajar y abrirse caminos por el mundo. Esa voz nos susurra que nos quiere en cada visita y nos lo dice con su boca, su mirada y sus abrazos, agradecida de la luz que le dio su madre y satisfecha de la vida que le dimos. Esa vocecita es una más de las miles de jóvenes que salen para aprender a trabajar y a vivir, de las que abandonan el nido porque en su viaje tienen la misión de volar, procurarse el porvenir y encontrar sus propias sombras. Esa vocecita prosigue su viaje porque la educamos para eso, para asimilar la palabra independencia donde mejor se aprende, caminando sola. Y duele tanto despedirla y escuece tanto abrazarla que el único consuelo es que ese beso y ese apretón nunca sea el último, pues nunca existen los adioses, sino los hasta luego.

Porque nuestros descendientes no son nuestros hijos, sino de la Vida, y sólo nos pertenecen mientras sus alas están por hacer. Luego, cuando estén formadas, su obligación es descubrir horizontes y acampar, no donde más les guste, sino donde mejor los reciban. Por eso, no hay mayor orgullo que formarles para que vivan sin miedos y no existen mejores retos que lo asuman con la mayor naturalidad posible. A partir de esta aceptación todo resulta más fácil y quienes nos quedamos, lo hacemos esperando, y los que se van, soñando con el regreso.

Marta es menuda, sensible, solidaria, observadora, callada y misteriosa. Sus sonrisas aletean vida, sus abrazos curan desazones, sus miradas aplacan espantos y sus palabras relajan como terapias milagrosas. Sus visitas son regalos mágicos, como los magos que desfilaron cuando llegó, y su presencia y sus encuentros toda una bendición mientras dura. Y me alegra tanto de que cumpla años y me siento tan triste hasta el próximo beso que, disculpen ustedes, necesitaba dedicarle esta columna, aunque sé que su vergüenza y discreción me recordarán que me pasé dos pueblos, muchos más que la lejanía que nos separa.

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