Viéndolas pasar

Miedo a volar

La consternación, el dolor y la tristeza por las víctimas es lo primero que viene a la mente tras un accidente como el ocurrido el miércoles en Barajas. El sentido pésame y solidaridad con los familiares a quienes, difícilmente, se podrá consolar con palabras. Es demasiado grande la tragedia como para amortiguarla con un gesto anónimo.
Quienes me conocen saben que siempre he tenido fobia a los aviones, a pesar de que son muchos los que tengo que utilizar al cabo del año. Cada vez que me toca coger un avión soy incapaz de reprimir un estado de ansiedad que, lo que son las cosas, estaba cerca de superar. Sin ir más lejos, el domingo pasado, de Alicante a Bilbao, conseguí disfrutar del vuelo sin pensar que estaba encarcelado a varios miles de metros del suelo.

Cuando uno tiene manías, como la mía a volar, es capaz de observar hasta los más mínimos detalles que a la inmensa mayoría pasan desapercibidos. Es el miedo a volar y no me importa reconocerlo. Detalles tan nimios como suspirar cuando oigo el timbre que muchos de Uds. habrán escuchado a los pocos segundos del despegue. Dicen quienes saben de esto de volar que ese timbre avisa a la tripulación de cabina de que el avión está en V2 y fuera de peligro.

De esto he hablado muchas veces con mis sufridos amigos y familiares cuando he contado detalles de mis vuelos. Alcanzar V2 no garantiza nada, pero por lo menos te queda la tranquilidad de que el piloto es “dueño” del avión”. Ayer lo explicaban perfectamente en televisión: entre V1 y V2 no hay nada que hacer más que tratar de mantener el avión en vuelo y alcanzar el punto de tranquilidad. Son pocos segundos, pero cruciales, y ayer tuvimos la demostración. No sabemos qué hubiese pasado de haber llegado a subir un centenar de metros más, puede que nada o puede que todo.

Puedo decir, no con alarde sino con pesar, que yo iba en un avión que realizó un aterrizaje con protocolo de emergencia en el viejo aeropuerto de Sondika con un DC9 de AVIACO, aquellos aviones blancos y azules que surcaban los cielos de España. Sabes que las cosas van mal, sabes que hay miedo incluso entre la tripulación, no hay más que mirar las caras a las azafatas, del pasaje mejor ni hablar, mucha gente llorando… es el miedo. Aseguro que se pasa mal, muy mal.

Sin embargo, a pesar de saber que estás atrapado en el aire y que el avión no va a poder aterrizar –varios intentos frustrados así te lo confirman–, piensas que los servicios de mantenimiento tienen la nave en perfectas condiciones y que, como en aquel caso, el magnífico temporal de viento que nos tenía presos en el cielo no iba a poder con el avión.

Confianza. Es lo que quiero decir en el párrafo anterior, confianza en los profesionales que pilotan el avión y más, si cabe, en los que desde tierra ponen a punto y supervisan el estado del avión. Aquellos eran otros tiempos: si querías un billete de avión, lo pagabas; por 30 euros (mil duros) no volabas ni en avioneta, y aunque eso picaba en el bolsillo, tenía la impresión de que mantener en perfecto estado el avión suponía ese coste y lo entendía y aceptaba.

Hoy en día, con vuelos a 0.1 euros, con la presión de montones de compañías aéreas de dudosa viabilidad financiera compitiendo en destinos y horarios… uno no puede dejar de sospechar que podrían ahorrarse costes allí donde no se debe ahorrar, en el mantenimiento y la seguridad. AENA supervisa, los directivos de las compañías son responsables y serios, no lo pongo en duda, pero un avión que intenta despegar, aborta el intento y al rato vuelve a intentarlo con el trágico resultado que conocemos, me hace temblar de miedo… y tristeza.

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