Mis lejanos Reyes Magos
Perdónenme sus Majestades la confianza, pero perdí la costumbre de escribirles hace ya muchos años, cuando la vida empezó a abrirme los ojos y a bostezar con añoranza los hermosos recuerdos de la niñez. Si quieren que les diga la verdad empecé a sospechar de ustedes cuando, siendo yo pequeño, churumbeles de mi edad, vecinos o compañeros de clase recibían mejores regalos que los que obtenía yo en mi casa, y prometo por mi honor que sus comportamientos eran bastante menos ejemplarizantes que los míos.
Sí, todo el año escuchando a mis padres que me portara bien si quería que los Reyes de Oriente complacieran mis peticiones, y reiterando las advertencias a modo de ultimátum, que no tuve otra opción que proceder adecuadamente por narices. Sabía que si no era digno de regalos me traerían el odioso carbón.
Las amenazas de mis padres, más que consejos, como todos los padres y madres del mundo, estaban planificadas no para enderezarnos en un camino de virtudes, sino para que la lógica hiperactividad, acompañada de travesuras, no diera mucho el coñazo durante el año, más aún en periodos navideños donde se anhela especialmente la paz y el descanso. A esa estrategia se le llama hoy chantaje emocional, no existiendo en aquellos años la figura del Defensor del Menor, cuya ayuda me habría servido una barbaridad. No quisiera aburrirles con mis lamentos que a estas alturas no tienen ningún sentido, pero es verdad que ustedes me trajeron cosas más ruines que a otros de mi edad y bastante más desobedientes que este servidor.
Y eso que me esmeraba en las cartas a sus Majestades, afición nada recompensada que por lo menos me sirvió para aplicarme en la escritura. En fin Mágica Realeza, más de una vez me sentí timado y a cada expectación impagable de noche de Reyes me llevaba una decepción al día siguiente, desengaño fugaz al comprobar que no era el único, pues mis hermanos andaban a la par. Llegaron a recordarme a Bienvenido Mr. Marshall por sus apresuradas apariciones. Puede que tanto chasco reiterado formara en mí ese carácter desesperanzado, que hoy titulan mis columnas los desencantos que escribo. No les echo toda la culpa, pero comprendan ustedes que con tanta carroza llena de regalos, tantos pajes trajinados y con bolsas, tanto saludo cariñoso lanzando besos y sonrisas a los niños, tanta espectacularidad en la cabalgata, con los municipales abriendo el desfile, pues qué quieren que les diga, uno se lo cree.
Luego nos teníamos que acostar temprano, dejar los zapatos en el balcón, un poco de mazapán para mostrar gratitud y algo de calabaza para los camellos. A este ritual sigue el insomnio, porque a ver quién es el guapo que duerme controlando la ansiedad. No hay que olvidar que se acercaba el momento más ilusionante del mundo. Así que, cuando eran mis hijas pequeñas les advertí que no se fiaran mucho: si caía algo complaciente, bien; si no, también. Y no me arrepentí. Sigan ustedes con el papel de magos, pero hoy son ellas, mis hijas, las que regalan mis sueños.