Vida de perros

Nacido en el Hospital de Elda

Ha nacido. Después de nueve meses. El proceso ha resultado ser infalible. Y ahora somos madre y padre de una singular criatura. A lo largo de la gestación hemos tenido que escuchar cientos de consejos y advertencias. “Os va a cambiar la vida”, nos decían. Pero ahora, cuando ya somos tres, me doy cuenta de que esta nueva presencia no nos cambia, ni nos va a cambiar la vida. La vida continúa siendo la vida. A lo largo de ella hemos sufrido cambios de hábitos, de compañías, de espacios y de ocupaciones. Todo ello está en mi vida escrito, como en un libro: una historia que avanza en el tiempo. Mi hijo Salvador no va a cambiar mi vida, está en mi vida. La suya comienza junto a la nuestra y algún día el espacio será lo único que nos separe.
Siete treinta de la mañana. Inma ha roto aguas y salimos hacia Elda. Accedemos al Hospital por la entrada de Urgencias desde donde nos conducen a la primera planta. A ella la llevan a monitores. A mí me detienen en la sala de espera sin concederme los segundos necesarios para regalar un beso. Nueve de la mañana. Sin noticias de ella desde hace una hora. Bajo a fumar un cigarro y en esos breves minutos, deberían advertirlo en las cajetillas, trasladan a Inma a una habitación. Ha empezado el horario de visitas, así que tajantemente me indican que NO puedo entrar. Si pregunto acerca de su estado la respuesta se reduce a “Está bien. Va para largo”. Una de la tarde. Entro a la habitación. Las horas pasan hojeando la televisión y leyendo todo lo que cae en nuestras manos –incluido el cómic del Jueves sobre padres inexpertos que Carlos nos regaló el día anterior–. De tanto en tanto, como quien jamás ha oído hablar de expresiones como “por favor”, “gracias” o “buenas tardes”, entra una enfermera y escupe: “¡acompañantes fuera!”. Más tarde las visitas (sobre todo las de los demás) nos impresionan: ocho o nueve personas, niños y niñas incluidos, abordan las habitaciones cargados de chaquetas, regalos, bolsos y demás. Los más pequeños pronto se cansan y corren por los pasillos frente a la indiferente mirada del personal del Hospital. Nueve P.M., comienzan las contracciones. Pequeñas y cortas que muy lentamente se agrandan y alargan. Con el fin de tener un control de la situación saco una libreta y anoto los tiempos: 22:34, 22:40, 22:46, 22:54… 00:20, 00:24, momento en que decido acercarme al mostrador y hablar con la enfermera de turno. “Eso que tienes ahí (el bloc) no me sirve para nada”¬ –dice cuando todavía me faltan un par de metros hasta llegar a ella. Entonces pregunto, ¿me podría dar alguna pista que nos sirva para reconocer que ha llegado el momento?

Eran las dos de la mañana cuando mi pareja al fin alcanzó el estado óptimo de cocción. Una celadora entró a la habitación sin decir palabra –o tal vez lo hizo con tal cautela que no la escuchamos–, empujó la cama fuera de la habitación indicándome con hoscos gestos y miradas que no era necesaria mi ayuda para abrir puertas o apartar sillas. Y al fin la cama accedió a la zona prohibida. Fuera, yo, como un león enjaulado, recorrí incansable los pasillos que llevan desde los ascensores hasta la puerta cerrada. No sabía lo que ocurría dentro, el cansancio y los nervios machacaban mis huesos mientras mi cabeza sólo pensaba en Inma y en la criatura. Al fin dos enfermeras abrieron la puerta. Yo las miré. Ellas me miraron. Yo levanté las cejas interrogativo. Una de ellas me miró y me dijo: “Aquí no se puede estar”.

Hora y media más tarde, sin noticia alguna sobre el estado y desarrollo de la situación, la cama apareció por la puerta prohibida y sin explicación alguna fue conducida de nuevo hasta la habitación. Sólo una salvedad: una mueca afirmativa, de casi agradecimiento, me autorizó a cerrar una puerta tras el paso de la cama. Y así llegamos a las cinco y media de la madrugada con una nueva salida hacia el paritorio y un nuevo destierro del presunto padre al ostrácico pasillo (o allá donde quisiera meterse). Ahí estaba yo, solo y ninguneado, así que temerariamente volví a salir corriendo para dar dos caladas a un cigarro y volver a toda prisa escaleras arriba. Cuarenta minutos más de incertidumbre dieron paso a una enfermera que con unos indefinibles trapos verdes en las manos avisaba sin entusiasmo a quien fuera que había reclamado por escrito el derecho a ver el parto. La fortuna nos sonrío entonces, frente a mi dulce amor (cuya descripción omitiré para evitar repetir aquella incontrolada propulsión lacrimal) se encontraba la matrona, Estela. Firme pero dulce, autoritaria aunque simpática, segura y humana, Estela actuaba como profesional y como persona. Ella nos guió a los tres, gobernando la situación hasta arribar a un puerto donde nuestra familia descansó sana, segura y feliz.

El resto de días en la habitación del Hospital retomaron la línea general hasta casi hacernos perder la fe en la humanidad que Estela encendió. Despertábamos con el sonido de la puerta de la habitación al abrirse y la orden que obligaba a salir a los acompañantes: jamás ligada a un “buenos días”, “disculpen”, “por favor” o “gracias”. Alguna de las ocasiones en que nuestra compañera de habitación o nosotros requerimos la presencia de una enfermera tuvo el silencio como respuesta, otras incluso la contestación grosera o soberbia. Sólo la alegría producida por los acontecimientos, el esfuerzo por no romper la magia del momento, evitó el cruel contraataque hacia dicho trato. Ni siquiera en la experiencia pudimos asemejar la actitud de esa parte del personal al comportamiento por ejemplo del ficticio doctor House, alguien que aunque con acritud y altanería persigue en realidad el bien de sus pacientes. No. Aquí no. Más bien olía a desprecio, vagancia y ausencia de humanidad. Seres que apestaban a aquello que nos hace hablar mal del personal sanitario. Hoy es otro día. Las deficiencias parecen no tener solución, o como poco no encontrar disposición para contrarrestarlas. Las deficiencias son naturales en cualquier organización en la que participen personas. Lo más triste de todo este asunto resulta el encontrar personas que olvidan, excusan secundarios motivos laborales –económicos–, que tratan con personas. Olvidan también, ya situándonos en un triste camino que se convierte en sentimiento general, que “arrieros somos…”.

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